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Mi PETiT HOMENAJE (nº14): AVA GARDNER
LA NOCHE QUE NO ACABA

Mi PETiT HOMENAJE (nº14): AVA GARDNER
LA NOCHE QUE NO ACABA

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   Mucho se ha dicho y escrito de la que fue conocida, para su desgracia, como “el animal más bello del mundo”. Ava Gardner (1922-1990) lo tenía todo: belleza, inteligencia, ingenio, gracia y un talento natural para la interpretación. Pero tuvo la mala suerte de ser actriz de Hollywood en los años 40, lo que hizo que no fuera una mujer libre. Fue una estrella, sí, rutilante, luminosa, única, pero infeliz. Veinticinco años después de su muerte, de la mano del canal TCM, la Cineteca del Matadero Madrid proyecta “La noche que no acaba”, de Isaki Lacuesta, un completísimo documental sobre la vida de aquella mujer extraordinaria, nacida en un pueblo perdido de Carolina del Norte y que se enamoró de España: “Amo España porque tiene los mismos defectos que yo”, y seguramente odiaba Hollywood porque tenía todo lo que no quería ser.


   En 1941, aquella joven de familia humilde de granjeros era sólo una aspirante a secretaria cuando llamó la atención de un fotógrafo de la Metro Goldwing Mayer. Y enseguida Ava Gardner, de 19 años, pasaría a formar parte de un estudio al que “perteneció” hasta 1958. Empezó siendo una corista -una cara más de entre las cientos de figurantes- hasta que le ofrecieron un papel protagonista en 1946 con una sola condición: la Warner “sólo” le exigía que fuera irrepetible. Y ella lo logró. Su erotismo nunca fue vulgar como el de Marilyn, ni frío como el de Marlene. No era odiosa como Bette Davis, ni aguerrida como Mae West. Ella fue única en un tiempo donde había que serlo… pero sólo un poco.


   En el cine de los años 40, las mujeres estaban relegadas a ser madres abnegadas, simpáticas liberadas de la screwball comedy o perversas femmes fatales. A Ava la obligaron a ser de hielo, a convertirse en una tentadora y perversa hembra en papeles siempre subordinados a su talento artístico. Y así pasaron los más de quince años que trabajó en los estudios de los que se pueden rescatar apenas un puñado de títulos: “Forajidos” (1946), con Burt Lancaster; “Mercaderes de ilusiones” (1947), con Clark Gable; “Una vida y un amor” (1947), con Fred MacMurray; “Soborno” (1949), con Robert Taylor; “El gran pecador” (1949), con Gregory Peck; o aquella estupidez llamada “Venus era mujer” (1948).


   Como era de esperar, la exitosa actriz no tardó en odiar (y con el tiempo rebelarse contra) la imagen que ofrecía, y la vida que llevaba, sometida a las estrictas leyes morales impuestas por el Código Hays y las ligas de decencia que le exigía la propia Warner Brothers, que supervisó y aprobó sus bodas y divorcios con Mickey Rooney y Artie Shaw. Parece mentira, pero donde Ava se sintió más libre fue en España, a pesar de estar el país en el cénit de su larga dictadura. Y así fue como en Madrid la llamaron “la rebelde”… porque en España su vida cambió.


   Cuando llegó a la Península, la actriz ya llevaba diez años a los pechos de la Warner, y estaba hastiada y cansada del cine negro de segunda fila y de westerns ramplones. Entonces, en 1950, nada más leer el guión de la original y onírica “Pandora y el holandés errante”, se sintió estimulada, al fin, por un proyecto distinto. Y la que nunca había salido de Estados Unidos, se subió a un avión sin pensarlo dos veces para aterrizar en un pueblo, pobre y perdido de la Costa Brava española, devastado por las inclemencias de la guerra (in)civil, llamado Tossa de Mar.


   Recién casada con Frank Sinatra al que le unían, entre otras muchas pasiones, una cadencia hacia el escándalo y el mamporro conocido en todo Hollywood, y cuyas separaciones por los rodajes de uno y otro permitieron que su matrimonio durara más de lo racional, Ava se enamoró de España al instante, y Frank tendría una nueva razón para odiarla.


   Aquí, conoció la libertad artística que, pese a la censura, le impactó, y descubrió el mundo taurino y flamenco. De 1951 a 1956, sus escapadas a España -entre rodaje y rodaje- fueron constantes. Durante ese período, asqueada de la mediocridad a la que la tenía relegada la Metro, consiguió ser “cedida” a la RKO y a la Fox para las que haría obras tan interesantes como “Magnolia (musical en el que escandalosamente se le dobló la voz), “Odio y Orgullo (con Robert Mitchum) o “Las nieves del Kilimanjaro” (adaptación de la novela de su gran amigo Ernest Hemingway); a cambio, eso sí, de dos westerns mediocres (“Estrella del destino” y “Una vida por otra”) para la MGM. Pero el trato mereció la pena ya que, gracias al  éxito que supusieron los papeles dramáticos de la Gardner en la competencia, la Metro tomó consciencia de su gran valor y le permitió desarrollarse en papales de mayor enjundia, algo que ella llevaba años implorando. Y así llegaron sus trabajos con Richard Thorpe en “Los caballeros del Rey Arturo”; con George Cukor en la espléndida “Cruce de destinos”; y con John Ford en la inolvidable “Mogambo (con la que logró su única nominación al Oscar).


   Pero, a pesar de su ajetreada agenda, Ava Gardner siempre volvía a España, y su amor por nuestro país rebasaba fronteras, lo que la convirtió en uno de los más eficaces (y baratos) reclamos turísticos con el que no contaba el régimen. Y a ello se añadieron los 4 papeles de española que protagonizó en aquellos años en películas que, curiosamente, no pudieron rodarse en suelo patrio: la extraordinaria “Condesa descalza” (1954), de Mankiewicz; “¡Fiesta!” (1957), basada en otro relato de Hemingway; aquella necedad llamada “La maja desnuda” (1958), en el papel de Duquesa de Alba, que marcaría el final de su contrato con la MGM (tras 17 años de los que renegó toda su vida); y “El ángel vestido de rojo” (1960), ambientada en la Guerra (in)Civil.


   Enamorada de Madrid, en 1956, la actriz de 34 años, ciertamente bella pero prematuramente envejecida, agotada y triste, instaló su residencia en la capital, y al año siguiente, se divorció de Frank Sinatra. Por fin, saborearía la libertad. A partir de los 60, vivió entregada a la vorágine de sus amoríos con toreros y cantantes, a las noches de tablao y vino tinto. Fueron sonados sus viajes a Roma, entregados también a la loca vida nocturna de la ciudad eterna, y no tenía intención de volver al cine más que para papeles, que le sugestionasen o bien para ganar dinero rápida y fácilmente… Se había acabado eso de actuar por actuar.


   En 1962, con 40 años y recién rodado, ahora sí, en Madrid, “55 días en Pekín”, el esplendor de Ava se había marchitado. Y, sin embargo, su belleza se había convertido en algo insólitamente sereno, y sus papeles en merecidos remansos artísticos, en pequeños deleites para su fiel público, como en “La noche de la iguana”, donde se entrega totalmente a su arte, a su talento, a su más desgarrador encanto…


   Y de ese odio e inseguridad, creados por la cruel MGM, vinieron sus rechazos. Dijo no a los papeles que encumbraron a Eleanor Parker en “Scarmouche”, a Geraldinde Page en “Dulce pájaro de juventud”, a Capucine en “La pantera rosa”, y a Anne Bancroft en “El graduado”. ¡Qué maravillosa Señora Robinson se perdió el cine! ¡Cuánto buen papel nos robó de Ava el cruel sistema de estudios de los años 40 y 50!


   Con cuarenta y tantos años a esa aureola antigua de leyenda fatal, de vampiresa convencional prematuramente envejecida se unió la de la diosa voluntariamente solitaria. A finales de los 60, se retiró a Londres, huyó de las fiestas, los focos, los flashes… Ya no concedería entrevistas, y era sabido que odiaba ver sus películas. Tal vez ver su belleza olvidada en la televisión y sus arrugas a diario en el espejo acabaron de descomponer un espíritu, que se había construido alrededor de un cuerpo. Aquel rostro sublime fue siempre víctima de su propia perfección, y Ava lo sabía. Jamás volvió a vivir en Estados Unidos adonde viajó en contadas excepciones para homenajes que se le rendían siempre a otros. Con 3 matrimonios frustrados a sus espaldas, sin hijos y una vida amorosa, llena de escándalos y mentiras, Ava Gardner murió sola.


   Tenía 67. Dicen que Frank Sinatra, que siempre trató de volver a conquistarla, pagó su tratamiento médico los últimos años de su vida. Cuando desmantelaron su casa, sus estanterías estaban llenas de discos de Sinatra… que fue, junto con España, el verdadero amor de su vida.


                                                (De Belén E., el 09 de abril de 2015)


Referencias útiles:
LA NOCHE QUE NO ACABA


¿CUÁNDO? El Jueves 09 de abril de 2015, a las 20h30.


¿QUÉ? Las Noches de TCM proyecta el documental dirigido por Isaki Lacuesta sobre la vida de Ava Gardner en España, basado en el libro, Beberse la vida, de Marcos Ordóñez.


¿DÓNDE? En la Cineteca del Matadero Madrid
Plaza de Legazpi, 8
28045 Madrid
915 177 309
M Legazpi


¿CUÁNTO? Entrada libre hasta completar aforo


Más info en la web de la CiNETECA (también en Facebook y Twitter).


[Volver a Mi Petit FilmotecaCallejero o Blogosfera]

   Mucho se ha dicho y escrito de la que fue conocida, para su desgracia, como “el animal más bello del mundo”. Ava Gardner (1922-1990) lo tenía todo: belleza, inteligencia, ingenio, gracia y un talento natural para la interpretación. Pero tuvo la mala suerte de ser actriz de Hollywood en los años 40, lo que hizo que no fuera una mujer libre. Fue una estrella, sí, rutilante, luminosa, única, pero infeliz. Veinticinco años después de su muerte, de la mano del canal TCM, la Cineteca del Matadero Madrid proyecta “La noche que no acaba”, de Isaki Lacuesta, un completísimo documental sobre la vida de aquella mujer extraordinaria, nacida en un pueblo perdido de Carolina del Norte y que se enamoró de España: “Amo España porque tiene los mismos defectos que yo”, y seguramente odiaba Hollywood porque tenía todo lo que no quería ser.


   En 1941, aquella joven de familia humilde de granjeros era sólo una aspirante a secretaria cuando llamó la atención de un fotógrafo de la Metro Goldwing Mayer. Y enseguida Ava Gardner, de 19 años, pasaría a formar parte de un estudio al que “perteneció” hasta 1958. Empezó siendo una corista -una cara más de entre las cientos de figurantes- hasta que le ofrecieron un papel protagonista en 1946 con una sola condición: la Warner “sólo” le exigía que fuera irrepetible. Y ella lo logró. Su erotismo nunca fue vulgar como el de Marilyn, ni frío como el de Marlene. No era odiosa como Bette Davis, ni aguerrida como Mae West. Ella fue única en un tiempo donde había que serlo… pero sólo un poco.


   En el cine de los años 40, las mujeres estaban relegadas a ser madres abnegadas, simpáticas liberadas de la screwball comedy o perversas femmes fatales. A Ava la obligaron a ser de hielo, a convertirse en una tentadora y perversa hembra en papeles siempre subordinados a su talento artístico. Y así pasaron los más de quince años que trabajó en los estudios de los que se pueden rescatar apenas un puñado de títulos: “Forajidos” (1946), con Burt Lancaster; “Mercaderes de ilusiones” (1947), con Clark Gable; “Una vida y un amor” (1947), con Fred MacMurray; “Soborno” (1949), con Robert Taylor; “El gran pecador” (1949), con Gregory Peck; o aquella estupidez llamada “Venus era mujer” (1948).


   Como era de esperar, la exitosa actriz no tardó en odiar (y con el tiempo rebelarse contra) la imagen que ofrecía, y la vida que llevaba, sometida a las estrictas leyes morales impuestas por el Código Hays y las ligas de decencia que le exigía la propia Warner Brothers, que supervisó y aprobó sus bodas y divorcios con Mickey Rooney y Artie Shaw. Parece mentira, pero donde Ava se sintió más libre fue en España, a pesar de estar el país en el cénit de su larga dictadura. Y así fue como en Madrid la llamaron “la rebelde”… porque en España su vida cambió.


   Cuando llegó a la Península, la actriz ya llevaba diez años a los pechos de la Warner, y estaba hastiada y cansada del cine negro de segunda fila y de westerns ramplones. Entonces, en 1950, nada más leer el guión de la original y onírica “Pandora y el holandés errante”, se sintió estimulada, al fin, por un proyecto distinto. Y la que nunca había salido de Estados Unidos, se subió a un avión sin pensarlo dos veces para aterrizar en un pueblo, pobre y perdido de la Costa Brava española, devastado por las inclemencias de la guerra (in)civil, llamado Tossa de Mar.


   Recién casada con Frank Sinatra al que le unían, entre otras muchas pasiones, una cadencia hacia el escándalo y el mamporro conocido en todo Hollywood, y cuyas separaciones por los rodajes de uno y otro permitieron que su matrimonio durara más de lo racional, Ava se enamoró de España al instante, y Frank tendría una nueva razón para odiarla.


   Aquí, conoció la libertad artística que, pese a la censura, le impactó, y descubrió el mundo taurino y flamenco. De 1951 a 1956, sus escapadas a España -entre rodaje y rodaje- fueron constantes. Durante ese período, asqueada de la mediocridad a la que la tenía relegada la Metro, consiguió ser “cedida” a la RKO y a la Fox para las que haría obras tan interesantes como “Magnolia (musical en el que escandalosamente se le dobló la voz), “Odio y Orgullo (con Robert Mitchum) o “Las nieves del Kilimanjaro” (adaptación de la novela de su gran amigo Ernest Hemingway); a cambio, eso sí, de dos westerns mediocres (“Estrella del destino” y “Una vida por otra”) para la MGM. Pero el trato mereció la pena ya que, gracias al  éxito que supusieron los papeles dramáticos de la Gardner en la competencia, la Metro tomó consciencia de su gran valor y le permitió desarrollarse en papales de mayor enjundia, algo que ella llevaba años implorando. Y así llegaron sus trabajos con Richard Thorpe en “Los caballeros del Rey Arturo”; con George Cukor en la espléndida “Cruce de destinos”; y con John Ford en la inolvidable “Mogambo (con la que logró su única nominación al Oscar).


   Pero, a pesar de su ajetreada agenda, Ava Gardner siempre volvía a España, y su amor por nuestro país rebasaba fronteras, lo que la convirtió en uno de los más eficaces (y baratos) reclamos turísticos con el que no contaba el régimen. Y a ello se añadieron los 4 papeles de española que protagonizó en aquellos años en películas que, curiosamente, no pudieron rodarse en suelo patrio: la extraordinaria “Condesa descalza” (1954), de Mankiewicz; “¡Fiesta!” (1957), basada en otro relato de Hemingway; aquella necedad llamada “La maja desnuda” (1958), en el papel de Duquesa de Alba, que marcaría el final de su contrato con la MGM (tras 17 años de los que renegó toda su vida); y “El ángel vestido de rojo” (1960), ambientada en la Guerra (in)Civil.


   Enamorada de Madrid, en 1956, la actriz de 34 años, ciertamente bella pero prematuramente envejecida, agotada y triste, instaló su residencia en la capital, y al año siguiente, se divorció de Frank Sinatra. Por fin, saborearía la libertad. A partir de los 60, vivió entregada a la vorágine de sus amoríos con toreros y cantantes, a las noches de tablao y vino tinto. Fueron sonados sus viajes a Roma, entregados también a la loca vida nocturna de la ciudad eterna, y no tenía intención de volver al cine más que para papeles, que le sugestionasen o bien para ganar dinero rápida y fácilmente… Se había acabado eso de actuar por actuar.


   En 1962, con 40 años y recién rodado, ahora sí, en Madrid, “55 días en Pekín”, el esplendor de Ava se había marchitado. Y, sin embargo, su belleza se había convertido en algo insólitamente sereno, y sus papeles en merecidos remansos artísticos, en pequeños deleites para su fiel público, como en “La noche de la iguana”, donde se entrega totalmente a su arte, a su talento, a su más desgarrador encanto…


   Y de ese odio e inseguridad, creados por la cruel MGM, vinieron sus rechazos. Dijo no a los papeles que encumbraron a Eleanor Parker en “Scarmouche”, a Geraldinde Page en “Dulce pájaro de juventud”, a Capucine en “La pantera rosa”, y a Anne Bancroft en “El graduado”. ¡Qué maravillosa Señora Robinson se perdió el cine! ¡Cuánto buen papel nos robó de Ava el cruel sistema de estudios de los años 40 y 50!


   Con cuarenta y tantos años a esa aureola antigua de leyenda fatal, de vampiresa convencional prematuramente envejecida se unió la de la diosa voluntariamente solitaria. A finales de los 60, se retiró a Londres, huyó de las fiestas, los focos, los flashes… Ya no concedería entrevistas, y era sabido que odiaba ver sus películas. Tal vez ver su belleza olvidada en la televisión y sus arrugas a diario en el espejo acabaron de descomponer un espíritu, que se había construido alrededor de un cuerpo. Aquel rostro sublime fue siempre víctima de su propia perfección, y Ava lo sabía. Jamás volvió a vivir en Estados Unidos adonde viajó en contadas excepciones para homenajes que se le rendían siempre a otros. Con 3 matrimonios frustrados a sus espaldas, sin hijos y una vida amorosa, llena de escándalos y mentiras, Ava Gardner murió sola.


   Tenía 67. Dicen que Frank Sinatra, que siempre trató de volver a conquistarla, pagó su tratamiento médico los últimos años de su vida. Cuando desmantelaron su casa, sus estanterías estaban llenas de discos de Sinatra… que fue, junto con España, el verdadero amor de su vida.


                                                (De Belén E., el 09 de abril de 2015)


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