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Mi PETiT VERANO (nº21):
LOS SOUVENiRS

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LOS SOUVENiRS

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   Si nos fiáramos de los Souvenirs (“recuerdos” en francés) que se pueden encontrar en cualquier ruta turística que se precie, las calles de España estarían plagadas de mujeres vestidas de flamenco, los toros pastarían en el asfalto y la paella rebosaría a diario en las ollas de todas las casa; en México, todos los hombres llevarían un sombrero ancho de paja o de fieltro, con costuras doradas; en Rusia, las matrioskas beberían vodka; y la Torre Eiffel sería el único monumento histórico de Francia. Entonces, estos ¿fieles? pedacitos de memoria -pensados para turistas y ninguneados por los autóctonos- son el reflejo ¿del momento social, cultural y también político en el que se crearon o de la imagen que tienen los viajeros del país que visitan?  Crónica sentimental de ¿la cultura popular?


   Para entender nuestros clásicos patrios, es necesario darnos una vuelta por la historia de los souvenirs, que nacieron con el primer intercambio de culturas. Por aquel entonces, cualquier presente u objeto nunca visto, que llamara la atención del foráneo, se convertía -en caso de superar el camino de regreso-, en trofeo como se explica en la Odisea, que narra las aventuras de Ulises durante su viaje de vuelta a casa tras la guerra de Troya. En su gran poema épico, Homero describe cómo el héroe mítico va recopilando recuerdos allá por donde pasaba. Tiempo después, en el siglo I d.C., los romanos -que por algo tienen fama de listos- dieron un paso más comercializándolos, y parece que fue un tal Gaius Valerius Verdullus, ceramista de profesión, el que arrasó con sus vasas potorias, unos vasos adornados con dibujos eróticos, que después de beber en ellos, quedaban fantásticos como elemento decorativo en las domus romanas de todo el imperio.


   En nuestro país, se sabe que, a principios del siglo XIX, muchos de los visitantes regresaban a su país con exceso de equipaje. En tierras andaluzas, por ejemplo, el aristócrata e hispanista inglés Richard Ford (1796-1858) quiso llevar un detalle a su esposa Harriet y compró unas zapatillas hechas a medida por el zapatero sevillano José Pérez; Prosper Mérimée (1803-1870) -el autor de “Carmen”, la famosa ópera que todos conocemos- encargó a la duquesa de Montijo mantillas típicas para sus amigas parisinas; el poeta Théophile Gautier (1811-1872) adquirió una torera de terciopelo azul con hilo de oro de Granada; y el novelista italiano Edmundo de Amicis (1846-1908) eligió una navaja cordobesa cuyo primer uso fue protegerle de los bandoleros y una vez pasado el peligro, se transformó en un souvenir de lo  más kitsch.


   Durante el siglo XIX, el turismo fue creciendo a medida que lo hizo la costumbre de viajar. De los primeros y atrevidos aventureros con destinos y souvenirs de lo más exóticos, se pasó al boom turístico como consecuencia directa del éxito del ferrocarril y del barco de vapor, que permitieron hacer kilómetros no solo a los más intrépidos y adinerados sino también al pueblo llano, aumentando así el número de pasajeros y, por tanto, de recuerdos. Hasta aquí nada de tiendas especializadas ni manufacturas de serie, los souvenirs seguían siendo auténticos testimonios de unos periplos únicos, que congelaban en la mente un momento, una experiencia o una sensación. Pero, a finales del XIX, con las exposiciones universales de Nueva York, Londres y París, los artesanos y comerciantes vieron el negocio y nacieron por doquier tiendas plagadas de unos recuerdos que aliviaron el compromiso de llevar un detalle y que, hoy en día, provocan estupor entre muchos amigos que prefieren que nadie se acuerde de ellos en las tournées ajenas.


   En el siglo XX, la masificación y globalización de todo, de los viajes, de los recuerdos, de las comercios donde encontrarlos y, sobre todo, del consumo, ha borrado su romántico propósito original para convertirlos en puro marketing, y hoy en día no hay prenda, objeto o idea, por absurda o extraña que parezca, que no sea susceptible de convertirse en souvenir: monedas, postales, vajilla de todo tipo, llaveros, delantales, paraguas, dedales, gorras, camisetas, piezas inservibles perfectamente estampadas- y espantadas- y miniaturas de monumentos que muchas veces ni tan si quiera se visitan.  Es más, la industria del souvenir ha influido hasta en la moda, llevando el traje regional -relegado a ocasiones especiales- a hacer su aparición estelar ante el turista como si fuésemos a comprar el pan o a trabajar vestidos de goyescos en Madrid, o con falda y gaita bajo el brazo en Dublín. Una imagen distorsionada que se aguanta con resignación ya que el turismo constituye una importante fuente de ingreso en todas las economías del mundo.


   Excepto los auténticos viajeros, que intentan mezclarse con los autóctonos para conocer la realidad de lugar que visitan, el capitalismo a ultranza ha convertido el folclore en un cebo turístico, explotado hasta quitarle el sentido. De lo artesano se ha pasado a lo industrial, y de lo genuino a un producto de serie made in China, sea el recuerdo de donde sea. El turista  de hoy en día se define por su compra. Muchas veces lo hace como acuse de recibo o comprobante indiscutible de “yo estuve aquí” para plantárselo en la cara y, luego, en la puerta de la nevera de un amigo, o para quedar bien con todo el mundo. Y, a las malas, para los que más apuran, los aeropuertos también ofrecen un popurrí de culturas, que casi podría ahorrarles una vuelta al mundo.


   Entonces, ¡ojito con los imanes! A ver si después de tanto viaje estos pequeños campos electromagnéticos van a dejarnos sin tarjetas de crédito y el recuerdo va a ser imborrable, pero por acabar sin dinero y atrapado en algún lugar perdido.


PD (nº1) cómica: Ya se sabe, si el vídeo mató a la estrella de la radio, los televisores planos han hecho lo propio con la flamenca de toda la vida. Nadie ha encontrado aún un sitio mejor para este souvenir que ahora lucha contra las leyes de la gravedad.


PD (nº2)  anecdótica: En el mundo souvenir, todo cabe: desde una bola de cristal con nieve artificial, que encierra un paisaje de las Bahamas, a las cabinas telefónicas de Londres teñidas de cualquier color menos el rojo o abanicos e imanes con forma de chancla en Laponia.


PD (nº3) histórica: La Estatua de la Libertad es el souvenir más consumido del mundo. Un objeto ideado para transmitir un alentador mensaje y llevarse en el bolsillo el sueño americano.


PD (nº4) curiosa: El dinero de los souvenir es, en su mayoría, un dinero tirado. Los agasajados suelen considerar el regalo como algo inútil, hortera e incluso molesto. Ante estas reacciones, y hace ya 3 años, los alcaldes de Pisa, Florencia y Siena se unieron para luchar contra los recuerdos de mal gusto. El detonante fue un calzoncillo con la torre de Pisa impresa en la parte delantera, aunque ya tenían motivos suficientes con los delantales que lucían el torso desnudo del David de Miguel Ángel. Contra las ofensas a la cultura y a la religión, pudieron batallar, pero se quedaron sin argumentos y, sobre todo, sin ley que les apoyara a la hora de decidir qué es y qué no de buen gusto.


PD (nº5) estratégica: Detrás de los souvenirs, hay auténticas campañas de marketing, pensadas hasta el más mínimo detalle como, por ejemplo, la reciente coronación de Felipe VI, que puso en marcha la máquina de hacer dinero produciendo miles de chapas, camisetas y demás utensilios ¿imprescindibles en la vida diaria? para llegar a tiempo y hacer el agosto en junio.


PD (nº6) salvadora: Menos mal que, entre tanto feísmo, han surgido nuevas tiendas, que rechazan el concepto de “souvenir” ofreciendo piezas de diseño con sentido común, espíritu y/o glamour, como Madrid al Cubo (Calle de la Cruz, 35; M Tirso de Molina / Sol).


                                     (De Lidia Martín, el 28 de agosto de 2014)


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   Si nos fiáramos de los Souvenirs (“recuerdos” en francés) que se pueden encontrar en cualquier ruta turística que se precie, las calles de España estarían plagadas de mujeres vestidas de flamenco, los toros pastarían en el asfalto y la paella rebosaría a diario en las ollas de todas las casa; en México, todos los hombres llevarían un sombrero ancho de paja o de fieltro, con costuras doradas; en Rusia, las matrioskas beberían vodka; y la Torre Eiffel sería el único monumento histórico de Francia. Entonces, estos ¿fieles? pedacitos de memoria -pensados para turistas y ninguneados por los autóctonos- son el reflejo ¿del momento social, cultural y también político en el que se crearon o de la imagen que tienen los viajeros del país que visitan?  Crónica sentimental de ¿la cultura popular?


   Para entender nuestros clásicos patrios, es necesario darnos una vuelta por la historia de los souvenirs, que nacieron con el primer intercambio de culturas. Por aquel entonces, cualquier presente u objeto nunca visto, que llamara la atención del foráneo, se convertía -en caso de superar el camino de regreso-, en trofeo como se explica en la Odisea, que narra las aventuras de Ulises durante su viaje de vuelta a casa tras la guerra de Troya. En su gran poema épico, Homero describe cómo el héroe mítico va recopilando recuerdos allá por donde pasaba. Tiempo después, en el siglo I d.C., los romanos -que por algo tienen fama de listos- dieron un paso más comercializándolos, y parece que fue un tal Gaius Valerius Verdullus, ceramista de profesión, el que arrasó con sus vasas potorias, unos vasos adornados con dibujos eróticos, que después de beber en ellos, quedaban fantásticos como elemento decorativo en las domus romanas de todo el imperio.


   En nuestro país, se sabe que, a principios del siglo XIX, muchos de los visitantes regresaban a su país con exceso de equipaje. En tierras andaluzas, por ejemplo, el aristócrata e hispanista inglés Richard Ford (1796-1858) quiso llevar un detalle a su esposa Harriet y compró unas zapatillas hechas a medida por el zapatero sevillano José Pérez; Prosper Mérimée (1803-1870) -el autor de “Carmen”, la famosa ópera que todos conocemos- encargó a la duquesa de Montijo mantillas típicas para sus amigas parisinas; el poeta Théophile Gautier (1811-1872) adquirió una torera de terciopelo azul con hilo de oro de Granada; y el novelista italiano Edmundo de Amicis (1846-1908) eligió una navaja cordobesa cuyo primer uso fue protegerle de los bandoleros y una vez pasado el peligro, se transformó en un souvenir de lo  más kitsch.


   Durante el siglo XIX, el turismo fue creciendo a medida que lo hizo la costumbre de viajar. De los primeros y atrevidos aventureros con destinos y souvenirs de lo más exóticos, se pasó al boom turístico como consecuencia directa del éxito del ferrocarril y del barco de vapor, que permitieron hacer kilómetros no solo a los más intrépidos y adinerados sino también al pueblo llano, aumentando así el número de pasajeros y, por tanto, de recuerdos. Hasta aquí nada de tiendas especializadas ni manufacturas de serie, los souvenirs seguían siendo auténticos testimonios de unos periplos únicos, que congelaban en la mente un momento, una experiencia o una sensación. Pero, a finales del XIX, con las exposiciones universales de Nueva York, Londres y París, los artesanos y comerciantes vieron el negocio y nacieron por doquier tiendas plagadas de unos recuerdos que aliviaron el compromiso de llevar un detalle y que, hoy en día, provocan estupor entre muchos amigos que prefieren que nadie se acuerde de ellos en las tournées ajenas.


   En el siglo XX, la masificación y globalización de todo, de los viajes, de los recuerdos, de las comercios donde encontrarlos y, sobre todo, del consumo, ha borrado su romántico propósito original para convertirlos en puro marketing, y hoy en día no hay prenda, objeto o idea, por absurda o extraña que parezca, que no sea susceptible de convertirse en souvenir: monedas, postales, vajilla de todo tipo, llaveros, delantales, paraguas, dedales, gorras, camisetas, piezas inservibles perfectamente estampadas- y espantadas- y miniaturas de monumentos que muchas veces ni tan si quiera se visitan.  Es más, la industria del souvenir ha influido hasta en la moda, llevando el traje regional -relegado a ocasiones especiales- a hacer su aparición estelar ante el turista como si fuésemos a comprar el pan o a trabajar vestidos de goyescos en Madrid, o con falda y gaita bajo el brazo en Dublín. Una imagen distorsionada que se aguanta con resignación ya que el turismo constituye una importante fuente de ingreso en todas las economías del mundo.


   Excepto los auténticos viajeros, que intentan mezclarse con los autóctonos para conocer la realidad de lugar que visitan, el capitalismo a ultranza ha convertido el folclore en un cebo turístico, explotado hasta quitarle el sentido. De lo artesano se ha pasado a lo industrial, y de lo genuino a un producto de serie made in China, sea el recuerdo de donde sea. El turista  de hoy en día se define por su compra. Muchas veces lo hace como acuse de recibo o comprobante indiscutible de “yo estuve aquí” para plantárselo en la cara y, luego, en la puerta de la nevera de un amigo, o para quedar bien con todo el mundo. Y, a las malas, para los que más apuran, los aeropuertos también ofrecen un popurrí de culturas, que casi podría ahorrarles una vuelta al mundo.


   Entonces, ¡ojito con los imanes! A ver si después de tanto viaje estos pequeños campos electromagnéticos van a dejarnos sin tarjetas de crédito y el recuerdo va a ser imborrable, pero por acabar sin dinero y atrapado en algún lugar perdido.


PD (nº1) cómica: Ya se sabe, si el vídeo mató a la estrella de la radio, los televisores planos han hecho lo propio con la flamenca de toda la vida. Nadie ha encontrado aún un sitio mejor para este souvenir que ahora lucha contra las leyes de la gravedad.


PD (nº2)  anecdótica: En el mundo souvenir, todo cabe: desde una bola de cristal con nieve artificial, que encierra un paisaje de las Bahamas, a las cabinas telefónicas de Londres teñidas de cualquier color menos el rojo o abanicos e imanes con forma de chancla en Laponia.


PD (nº3) histórica: La Estatua de la Libertad es el souvenir más consumido del mundo. Un objeto ideado para transmitir un alentador mensaje y llevarse en el bolsillo el sueño americano.


PD (nº4) curiosa: El dinero de los souvenir es, en su mayoría, un dinero tirado. Los agasajados suelen considerar el regalo como algo inútil, hortera e incluso molesto. Ante estas reacciones, y hace ya 3 años, los alcaldes de Pisa, Florencia y Siena se unieron para luchar contra los recuerdos de mal gusto. El detonante fue un calzoncillo con la torre de Pisa impresa en la parte delantera, aunque ya tenían motivos suficientes con los delantales que lucían el torso desnudo del David de Miguel Ángel. Contra las ofensas a la cultura y a la religión, pudieron batallar, pero se quedaron sin argumentos y, sobre todo, sin ley que les apoyara a la hora de decidir qué es y qué no de buen gusto.


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                                     (De Lidia Martín, el 28 de agosto de 2014)


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