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CÁNTARO BLANCO
LA LECHERíA DE MALASAÑA

CÁNTARO BLANCO
LA LECHERíA DE MALASAÑA

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   “¿Te ha contado tu abuela lo buena que estaba la leche fresca del pueblo?” es la frase elegida por Adrián y Nacho (de izquierda a derecha en la ilustración) para dar a conocer a su “hija”, una niña hermosa, bien alimentada y algo mimada, que crece desde marzo de 2015 en el barrio de Malasaña. Su Cántaro Blanco es una lechería de las de antes, reinterpretada para vivir y defenderse en el siglo XXI.


   Adrián (palentino) y Nacho (valenciano) forman el equipo perfecto. Ninguno de los dos había tenido un negocio propio antes, y quizás tampoco se lo habían planteado. Ambos eligieron estudiar una carrera, pero ¡eso sí! cada uno la suya. Nacho estudió comercio y marketing pero acabó trabajando como auxiliar de vuelo surcando los cielos de Europa y Marruecos. Adrián cursó turismo, y lo completó con un master que le llevó directo a realizar prácticas en un hotel, pero al terminarlas, no encontró un trabajo, y empezó a buscar alternativas sin saber muy bien dónde.


   Un día, paseando por un pueblo de Palencia, los dos veinteañeros entraron en una lechería con una botella vacía, y salieron de la tienda con ella llena de leche fresca porque, en esas latitudes, es común encontrarse con máquinas expendedoras del líquido blanco que reducen los intermediarios permitiendo a los ganaderos ganar un poquito más de dinero en la venta. Una vez fuera del local, probaron a dar un sorbo que se alargó tanto que, cuando se quisieron dar cuenta, la botella estaba de nuevo vacía. Se miraron y empezaron a intercambiar interrogantes: “¿De esto hay en Madrid? ¿Será posible que en la vuelta a lo antiguo esté el futuro? ¿Quién podría resistirse a tener calidad de la buena al alcance de la mano?”... Pusieron sus cerebros a trabajar, y el Cántaro Blanco comenzó a tomar forma en sus cabezas.


   Después de un duro año de trabajo, estudio y búsqueda de financiación y proveedores, los dos emprendedores de 27 años han hecho realidad el sueño que un día imaginaron en la tierra de Adrián. Aunque Nacho no ha abandonado su trabajo como auxiliar de vuelo (y nota la falta de sueño), se le ve contento detrás del mostrador. Reconoce que es duro el esfuerzo, pero también sabe que merece la pena porque el barrio les ha recibido con los brazos abiertos y los cántaros ansiosos de ser llenados. En la tienda no paran de entrar clientes: que si un litro de leche, que si unos huevos camperos, que si un queso de cabra, que si otro litro de leche, que si un pan de semillas… y así, todo el rato. ¡Un sabroso éxito!


   Reproduciendo una cocina de las de antes, de esas en las que daba gusto estar sentado cerca del fuego mientras se daban sorbos a una taza humeante, Nacho y Adrián han conseguido (re)crear un espacio casero, acogedor y tan blanco como la cuajada, en el que dispensan productos de cercanía, la mayoría de ellos procedentes de la Comunidad de Madrid, entre los que destacan, evidentemente, la leche de vaca, la de oveja y la de cabra. Además, hay quesos, yogures artesanos, mantequillas, batidos, bizcochos recién hechos, pan de tahona, pasas, nueces, y hasta bebidas vegetales, ¡que ya se sabe que últimamente hay mucha intolerancia suelta!


   Esta pareja de lecheros modernos tiene clarísima su intención de recuperar el pasado para crear un presente y un futuro más cálido, más cercano, en el que la venta sea una experiencia de contacto y no un ejercicio de supervivencia urbana. Una parte del toque casero que le imprimen al espacio procede de sus propias familias. Un cuadro de la lechera de Vermeer, hecho en punto de cruz por la madre de Nacho, acompaña los productos del escaparate, 2 tinajas de barro cocido con las huellas de haber sido usadas durante años en cocinas de leña son herencia de su bisabuela, y los tarros de cerámica blanca, que coronan una de las alacenas, estuvieron tiempo antes en las cocinas de sus progenitoras.


   En sus cámaras frigoríficas, se aprende la diferencia entre leche fresca y leche cruda. La primera se vende a granel (confiesan vender unos 60 litros diarios), ha sido solo pasteurizada, dura unos 8 días, y la mayoría de clientes se la llevan a casa después de rellenar una botella de cristal que han traído ellos mismos al estilo de nuestras abuelas castizas de antaño. La segunda es la leche que va directa de la ubre a la botella sin pasar por ningún proceso más allá del análisis de consumo, dura unos 5 días, y casi seguro que al beberla te lleva de viaje a un prado a cielo abierto.


   Finalmente, en el local, hay 2 mesas de madera en las que disfrutar de alguno de los productos que se venden allí porque tienen tan buena pinta que seguro que más de uno no se ha podido esperar a llegar a casa para abrir la tapa, por ejemplo, del yogurt natural, hecho solo a base de leche y fermento, echarle unos toppings por encima y meter la cuchara hasta que suene el cristal del recipiente que lo alberga.


   Entrar, curiosear, comprar y salir del Cántaro Blanco es muy recomendable como ejercicio de reposo en estos tiempos de prisas porque, si alguna vez te han dicho eso de que “tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe”, en esta pequeña cocina de la calle Manuela Malasaña, los cántaros no solo no se rompen sino que se llenan... de sabor, de vida, de alimento y de (por qué no decirlo) felicidad en las caras de Nacho y Adrián al ver que ese sueño parido en Palencia parece que ha nacido de pie, a cuatro patas, y tiene intenciones de mantenerse sano y caminar.


                                                    (De Noemí Z., el 13 de enero de 2016)


Referencias útiles:
CÁNTARO BLANCO
(ver la ilustración)
Calle de Manuela Malasaña,  29
28004 Madrid
910 296 639
M San Bernardo / Bilbao / Tribunal

Horario: de Lunes a Sábado, de 9h30 a 14h30 y de 17h a 21h30.


Para seguir los pasos gastronómicos de CÁNTARO BLANCO, conéctate a su web, su Facebook y su Twitter.


[Volver a Mi Petit GourmetCallejero o Blogosfera]

   “¿Te ha contado tu abuela lo buena que estaba la leche fresca del pueblo?” es la frase elegida por Adrián y Nacho (de izquierda a derecha en la ilustración) para dar a conocer a su “hija”, una niña hermosa, bien alimentada y algo mimada, que crece desde marzo de 2015 en el barrio de Malasaña. Su Cántaro Blanco es una lechería de las de antes, reinterpretada para vivir y defenderse en el siglo XXI.


   Adrián (palentino) y Nacho (valenciano) forman el equipo perfecto. Ninguno de los dos había tenido un negocio propio antes, y quizás tampoco se lo habían planteado. Ambos eligieron estudiar una carrera, pero ¡eso sí! cada uno la suya. Nacho estudió comercio y marketing pero acabó trabajando como auxiliar de vuelo surcando los cielos de Europa y Marruecos. Adrián cursó turismo, y lo completó con un master que le llevó directo a realizar prácticas en un hotel, pero al terminarlas, no encontró un trabajo, y empezó a buscar alternativas sin saber muy bien dónde.


   Un día, paseando por un pueblo de Palencia, los dos veinteañeros entraron en una lechería con una botella vacía, y salieron de la tienda con ella llena de leche fresca porque, en esas latitudes, es común encontrarse con máquinas expendedoras del líquido blanco que reducen los intermediarios permitiendo a los ganaderos ganar un poquito más de dinero en la venta. Una vez fuera del local, probaron a dar un sorbo que se alargó tanto que, cuando se quisieron dar cuenta, la botella estaba de nuevo vacía. Se miraron y empezaron a intercambiar interrogantes: “¿De esto hay en Madrid? ¿Será posible que en la vuelta a lo antiguo esté el futuro? ¿Quién podría resistirse a tener calidad de la buena al alcance de la mano?”... Pusieron sus cerebros a trabajar, y el Cántaro Blanco comenzó a tomar forma en sus cabezas.


   Después de un duro año de trabajo, estudio y búsqueda de financiación y proveedores, los dos emprendedores de 27 años han hecho realidad el sueño que un día imaginaron en la tierra de Adrián. Aunque Nacho no ha abandonado su trabajo como auxiliar de vuelo (y nota la falta de sueño), se le ve contento detrás del mostrador. Reconoce que es duro el esfuerzo, pero también sabe que merece la pena porque el barrio les ha recibido con los brazos abiertos y los cántaros ansiosos de ser llenados. En la tienda no paran de entrar clientes: que si un litro de leche, que si unos huevos camperos, que si un queso de cabra, que si otro litro de leche, que si un pan de semillas… y así, todo el rato. ¡Un sabroso éxito!


   Reproduciendo una cocina de las de antes, de esas en las que daba gusto estar sentado cerca del fuego mientras se daban sorbos a una taza humeante, Nacho y Adrián han conseguido (re)crear un espacio casero, acogedor y tan blanco como la cuajada, en el que dispensan productos de cercanía, la mayoría de ellos procedentes de la Comunidad de Madrid, entre los que destacan, evidentemente, la leche de vaca, la de oveja y la de cabra. Además, hay quesos, yogures artesanos, mantequillas, batidos, bizcochos recién hechos, pan de tahona, pasas, nueces, y hasta bebidas vegetales, ¡que ya se sabe que últimamente hay mucha intolerancia suelta!


   Esta pareja de lecheros modernos tiene clarísima su intención de recuperar el pasado para crear un presente y un futuro más cálido, más cercano, en el que la venta sea una experiencia de contacto y no un ejercicio de supervivencia urbana. Una parte del toque casero que le imprimen al espacio procede de sus propias familias. Un cuadro de la lechera de Vermeer, hecho en punto de cruz por la madre de Nacho, acompaña los productos del escaparate, 2 tinajas de barro cocido con las huellas de haber sido usadas durante años en cocinas de leña son herencia de su bisabuela, y los tarros de cerámica blanca, que coronan una de las alacenas, estuvieron tiempo antes en las cocinas de sus progenitoras.


   En sus cámaras frigoríficas, se aprende la diferencia entre leche fresca y leche cruda. La primera se vende a granel (confiesan vender unos 60 litros diarios), ha sido solo pasteurizada, dura unos 8 días, y la mayoría de clientes se la llevan a casa después de rellenar una botella de cristal que han traído ellos mismos al estilo de nuestras abuelas castizas de antaño. La segunda es la leche que va directa de la ubre a la botella sin pasar por ningún proceso más allá del análisis de consumo, dura unos 5 días, y casi seguro que al beberla te lleva de viaje a un prado a cielo abierto.


   Finalmente, en el local, hay 2 mesas de madera en las que disfrutar de alguno de los productos que se venden allí porque tienen tan buena pinta que seguro que más de uno no se ha podido esperar a llegar a casa para abrir la tapa, por ejemplo, del yogurt natural, hecho solo a base de leche y fermento, echarle unos toppings por encima y meter la cuchara hasta que suene el cristal del recipiente que lo alberga.


   Entrar, curiosear, comprar y salir del Cántaro Blanco es muy recomendable como ejercicio de reposo en estos tiempos de prisas porque, si alguna vez te han dicho eso de que “tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe”, en esta pequeña cocina de la calle Manuela Malasaña, los cántaros no solo no se rompen sino que se llenan... de sabor, de vida, de alimento y de (por qué no decirlo) felicidad en las caras de Nacho y Adrián al ver que ese sueño parido en Palencia parece que ha nacido de pie, a cuatro patas, y tiene intenciones de mantenerse sano y caminar.


                                                    (De Noemí Z., el 13 de enero de 2016)


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(ver la ilustración)
Calle de Manuela Malasaña,  29
28004 Madrid
910 296 639
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Horario: de Lunes a Sábado, de 9h30 a 14h30 y de 17h a 21h30.


Para seguir los pasos gastronómicos de CÁNTARO BLANCO, conéctate a su web, su Facebook y su Twitter.


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