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CELSO Y MANOLO
O LA GASTRONOMíA SOSTENiBLE

CELSO Y MANOLO
O LA GASTRONOMíA SOSTENiBLE

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   A los hermanos Zamora, aquello de ponerse delante de un buen plato siempre les había resultado placentero, pero desde que su hermana Lucía (a la izquierda, en la ilustración) llegara un día hablándoles de la Responsabilidad Social Corporativa, es decir, del impacto social positivo, lo de la hostelería se les antojó como la mejor manera de hacer feliz a la gente por partida doble. Con Carlos (a la izquierda, en la ilustración) a la cabeza como el experto gastronómico, y Pablo (a la derecha, en la ilustración), el pequeño del clan, con su Leika como compañera inseparable para dejar todo bien reflejado, apoyados por la también fotógrafa y madre, María Gorbeña (a la derecha, en la ilustración) y el exquisito gusto para recuperar espacios de Merche, mujer a su vez de Carlos, arrancaron su aventura culinaria en 2006 en Santander, para viajar luego a Madrid y rescatar una especie en peligro de extinción: la tasca madrileña castiza.


   En 2013, resucitaron La Carmencita, una de las tabernas más antiguas de Madrid, inaugurada en 1854. Apenas un año después, en mayo de 2014, alquilaron otro local vecino, y con su trabajo, revivieron a sus hasta entonces dueños, los también hermanos Celso y Manolo, y con ellos, su filosofía del yantar. A la hora de firmar el contrato, más que un alquiler, parecía que firmaban los papeles de una boda, nacida del flechazo entre 2 familias y 1 mismo objetivo: dar bien de comer.


   La historia de Celso y Manolo se remonta a 1956, cuando un asustado Manuel de 16 años llegó a la capital desde su querida tierra asturiana de Cangas de Narcea. En la Villa, el adolescente encontró trabajo en La Tasca de Pepe, en el número 1 de la calle de La Libertad, donde entró como aprendiz, y salió 50 años después como dueño. En el camino, se trajo a su hermano Celso, y juntos, rebautizaron la casa de comidas como Restaurante Arguelles (su apellido), y se camelaron al barrio con sus sabrosas recetas y ese espíritu de acogida de un Madrid hecho a base de provincianos, que vinieron a probar suerte y a emprender como nunca. Durante los años 70 y 80, alimentaron a los cercanos oficinistas de Telefónica o del Banco de España, y mientras la capital crecía y sus clientes corrían la voz, aquella barra de 8 metros se fue llenando de manjares con los que sacar sonrisas y llenar estómagos.


   Hoy, algunas de esas recetas -como la ensaladilla, la fabada o la famosa tortilla de bacalao-, las ha heredado Carlos gracias a una mezcla de nostalgia y confianza, que convenció a unos hermanos, a punto de jubilarse y con demasiados pretendientes, de que su querido negocio quedaba así en las mejores manos. Carlos se presentó como el chico de La Carmencita, y les habló de su intención de mantener la barra, el suelo, algunos platos, y sobre todo, un estilo y un trato inconfundibles. Pero además, los hermanos Argüelles supieron en la partida semanal con el frutero del barrio que Carlos le compraba a él, y que era de fiar, y con el recuerdo de los primeros años de Manolo en Madrid, en los que en sus días de libranza acudía precisamente a La Carmencita a comerse un entrecot como homenaje, el trato quedó cerrado.


   Carlos sabía de lo que hablaban ya que, siendo un crío, cada vez que venía a la capital, se las apañaba para comer en Casa Ciriaco, La Bola o de nuevo La Carmencita, que para él eran de los pocos restaurantes con alma de la Villa, y en secreto, su oficio soñado. Después de pasar 1 década colándose en toda cocina desde Londres a París, estudiando en Nueva York en el Culinary Institute of América, y rematar la faena en Suiza empapándose de gestión hotelera en el Centre Internacional de Glion; y después de vivir la noche madrileña de los 90 dirigiendo, entre otros, Teatriz, Lucca, Tattaglia o Iroco, Carlos tiró de aquella sensación adolescente, de aquel santanderino perdido en “la capi”, refugiado en tascas y tabernas regentadas por extremeños, gallegos o asturianos, y se propuso recuperar el patrimonio gastronómico patrio


   Para lograrlo, Carlos trae productos ecológicos y de primera calidad de donde haga falta, desde los quesos elaborados en el pueblo cántabro de San Pedro del Romeral por María Jesús, una de las pocas pasiegas, nómadas de verdad, que resisten; a la ternera, también cántabra, de las reses de Conchi, ganadera a la antigua usanza en los maravillosos paisajes del Valle de Valdeolea; pasando por los huevos de las gallinas criadas por un veterinario reconvertido en el pueblo segoviano de Fuentemilanos, o productos madrileños como el ajo de Colmenar de Oreja o vinos de lo más castizos. A todo, Carlos y su equipo, le ponen nombres y apellidos, dando así sentido al duro trabajo de un tipo de agricultores y ganaderos, que se cuentan con los dedos de una mano, y logrando que por fin sus comensales sepan no solo lo que comen, sino también de dónde viene y gracias a quién.


   Si a esto le sumas un equipo alegre a rabiar, fruto de la inteligente gastronomía social en la que si el trabajador es feliz, hará al cliente feliz, y las visitas diarias de Celso, que vive frente al local, y que cada tarde, pregunta cómo fue, es normal que los visitantes repitan, confundiendo al antiguo propietario, que ya no sabe si los que allí están son de los suyos o de los nuevos, porque todos, al igual que en sus buenos tiempos, sonríen al comer.


PD (nº1) empírica: Parece que la gastronomía sostenible funciona porque Carlos y su familia han abierto 7 restaurantes en plena crisis: desde Deluz, con el que se estrenaron en 2006 en Santander, a El Machi, Días Desur y el recién estrenado El Italiano, todos en la capital cántabra, pasando por los madrileños La Carmencita y Celso y Manolo. Pero además, hace 5 años, crearon De Personas cocinando con sentido, un proyecto de catering social junto a la asociación de discapacidad intelectual AMPROS, con la que elaboran menús para colegios y residencias de mayores a base de productos ecológicos y claro está, buen rollo.


PD (nº2) curiosa: ¡No te pierdas los nombres de los platos de su carta. ¡Todo un guiño a la cultura más popular!


                                    (De Lidia Martín, el 12 de septiembre de 2015)


Referencias útiles:
CELSO Y MANOLO

Calle Libertad, 1
28004 Madrid
915 318 979
M Banco de España / Gran Vía / Chueca


Horario: de Lunes a Domingo, de 13h a 17h y de 19h30 hasta las 2h de la madrugada.


Para seguir los pasos gastronómicos de CELSO Y MANOLO, conéctate a su web, su Facebook y su Twitter.  


[Volver a Mi Petit GourmetCallejero Blogosfera]

   A los hermanos Zamora, aquello de ponerse delante de un buen plato siempre les había resultado placentero, pero desde que su hermana Lucía (a la izquierda, en la ilustración) llegara un día hablándoles de la Responsabilidad Social Corporativa, es decir, del impacto social positivo, lo de la hostelería se les antojó como la mejor manera de hacer feliz a la gente por partida doble. Con Carlos (a la izquierda, en la ilustración) a la cabeza como el experto gastronómico, y Pablo (a la derecha, en la ilustración), el pequeño del clan, con su Leika como compañera inseparable para dejar todo bien reflejado, apoyados por la también fotógrafa y madre, María Gorbeña (a la derecha, en la ilustración) y el exquisito gusto para recuperar espacios de Merche, mujer a su vez de Carlos, arrancaron su aventura culinaria en 2006 en Santander, para viajar luego a Madrid y rescatar una especie en peligro de extinción: la tasca madrileña castiza.


   En 2013, resucitaron La Carmencita, una de las tabernas más antiguas de Madrid, inaugurada en 1854. Apenas un año después, en mayo de 2014, alquilaron otro local vecino, y con su trabajo, revivieron a sus hasta entonces dueños, los también hermanos Celso y Manolo, y con ellos, su filosofía del yantar. A la hora de firmar el contrato, más que un alquiler, parecía que firmaban los papeles de una boda, nacida del flechazo entre 2 familias y 1 mismo objetivo: dar bien de comer.


   La historia de Celso y Manolo se remonta a 1956, cuando un asustado Manuel de 16 años llegó a la capital desde su querida tierra asturiana de Cangas de Narcea. En la Villa, el adolescente encontró trabajo en La Tasca de Pepe, en el número 1 de la calle de La Libertad, donde entró como aprendiz, y salió 50 años después como dueño. En el camino, se trajo a su hermano Celso, y juntos, rebautizaron la casa de comidas como Restaurante Arguelles (su apellido), y se camelaron al barrio con sus sabrosas recetas y ese espíritu de acogida de un Madrid hecho a base de provincianos, que vinieron a probar suerte y a emprender como nunca. Durante los años 70 y 80, alimentaron a los cercanos oficinistas de Telefónica o del Banco de España, y mientras la capital crecía y sus clientes corrían la voz, aquella barra de 8 metros se fue llenando de manjares con los que sacar sonrisas y llenar estómagos.


   Hoy, algunas de esas recetas -como la ensaladilla, la fabada o la famosa tortilla de bacalao-, las ha heredado Carlos gracias a una mezcla de nostalgia y confianza, que convenció a unos hermanos, a punto de jubilarse y con demasiados pretendientes, de que su querido negocio quedaba así en las mejores manos. Carlos se presentó como el chico de La Carmencita, y les habló de su intención de mantener la barra, el suelo, algunos platos, y sobre todo, un estilo y un trato inconfundibles. Pero además, los hermanos Argüelles supieron en la partida semanal con el frutero del barrio que Carlos le compraba a él, y que era de fiar, y con el recuerdo de los primeros años de Manolo en Madrid, en los que en sus días de libranza acudía precisamente a La Carmencita a comerse un entrecot como homenaje, el trato quedó cerrado.


   Carlos sabía de lo que hablaban ya que, siendo un crío, cada vez que venía a la capital, se las apañaba para comer en Casa Ciriaco, La Bola o de nuevo La Carmencita, que para él eran de los pocos restaurantes con alma de la Villa, y en secreto, su oficio soñado. Después de pasar 1 década colándose en toda cocina desde Londres a París, estudiando en Nueva York en el Culinary Institute of América, y rematar la faena en Suiza empapándose de gestión hotelera en el Centre Internacional de Glion; y después de vivir la noche madrileña de los 90 dirigiendo, entre otros, Teatriz, Lucca, Tattaglia o Iroco, Carlos tiró de aquella sensación adolescente, de aquel santanderino perdido en “la capi”, refugiado en tascas y tabernas regentadas por extremeños, gallegos o asturianos, y se propuso recuperar el patrimonio gastronómico patrio


   Para lograrlo, Carlos trae productos ecológicos y de primera calidad de donde haga falta, desde los quesos elaborados en el pueblo cántabro de San Pedro del Romeral por María Jesús, una de las pocas pasiegas, nómadas de verdad, que resisten; a la ternera, también cántabra, de las reses de Conchi, ganadera a la antigua usanza en los maravillosos paisajes del Valle de Valdeolea; pasando por los huevos de las gallinas criadas por un veterinario reconvertido en el pueblo segoviano de Fuentemilanos, o productos madrileños como el ajo de Colmenar de Oreja o vinos de lo más castizos. A todo, Carlos y su equipo, le ponen nombres y apellidos, dando así sentido al duro trabajo de un tipo de agricultores y ganaderos, que se cuentan con los dedos de una mano, y logrando que por fin sus comensales sepan no solo lo que comen, sino también de dónde viene y gracias a quién.


   Si a esto le sumas un equipo alegre a rabiar, fruto de la inteligente gastronomía social en la que si el trabajador es feliz, hará al cliente feliz, y las visitas diarias de Celso, que vive frente al local, y que cada tarde, pregunta cómo fue, es normal que los visitantes repitan, confundiendo al antiguo propietario, que ya no sabe si los que allí están son de los suyos o de los nuevos, porque todos, al igual que en sus buenos tiempos, sonríen al comer.


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