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JOSECHU DÁViLA
EL PODER DEL ARTE iNÚTiL

JOSECHU DÁViLA
EL PODER DEL ARTE iNÚTiL

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   Si convencer a tus padres de que quieres ser artista es difícil, hacerles entender que llevas 32 años en esto del arte sin hacer NADA es una misión casi imposible. Josechu Dávila (Madrid, 1966), el creador que se define como “multindisciplinado”, a punto de cumplir los 50, puede presumir de un dominio absoluto del vacío, la negación, la sustracción y el desaprovechamiento. Su obra, nacida del absurdo y el vacile, ha ido cubriéndose de una madurez y seriedad, propias de la edad. Superadas las críticas y malinterpretaciones iniciales, ha conseguido vapulear con cada una de sus no actuaciones la esencia misma del arte, que considera inútil en sí, manteniendo magistralmente el equilibrio a lomos de la confusa y a veces ridícula línea que separa lo que es arte de lo que no. Aunque si algún día Dávila supiera lo que realmente es arte y lo que no, dejaría inmediatamente de dedicarse a ello.


   Para el artista, el problema viene de lejos: “Por desgracia casi todo el mundo ha pintado alguna vez en su vida, y piensa que el arte es una extensión de este hobby. Pero la mayoría de los que dudan si un artista hace o no hace arte, no tienen ni idea de lo que se ha hecho en los últimos 50 años, ni tampoco de la evolución de las teorías cuánticas, y como es probable que eso no haya sido su hobby, no pontifican al respecto”. Así piensa Dávila, que también él con 10 años, le pareció lo más natural del mundo coger sus témperas y una cartulina para pintar lo que veía desde su ventana, todos los patios traseros desde Pradillo hasta Avenida de América; y que con 16 años, se planteó este eterno interrogante frente a una obra de Miró, que al joven aspirante a artista, acostumbrado al realismo de sus clases de academia, le pareció demasiado fácil, “una mierda”.


   Consciente de que no iba a ser él más listo que todos los museos del mundo, Dávila quiso saciar su curiosidad. Investigó, y fue ahí cuando supo que Miró no era abstracto, sino surrealista como Dalí, pero que sus sueños no eran figurativos. Desde entonces, “el arte no me gusta ni deja de gustarme, sino que me interesa, o no me interesa. El gusto es personal, el interés, intelectual”. En cuanto a Miró, siguió sin convencerle.


   Sin llegar a los 20, en el 83, Dávila se estrenó con una muestra, y desde 1990, no ha habido año sin exposición. Y cuando quiso darse cuenta, ya era tarde. Su trabajo “cada vez había ido significando menos, y siendo menos funcional”. Todo un desafío para alguien que comunica a través de lo que no está o de lo que no usa, y que duda sobre la condición física y estética de las obras, apostando por proyectos, en su mayoría no tangibles, en los que el vacío no renuncia a nada.


   Sus primeras no intervenciones llegaron mediante el uso del propio espacio ofrecido para exponer, jugando a las falsas apariencias con sombras, proyecciones e imágenes ilusorias que engañaban, hacían alucinar, y removían los sentidos y emociones. Incluso en una ocasión decidió desaprovechar el espacio y el tiempo que le ofreció una galería, en la que jamás volvió a exponer. Pendiente siempre de la reacción del espectador, en 1998, lanzó un órdago directo al público con su pieza “Exposición para tontos” (1998) a modo de respuesta a la “imperiosa necesidad del que observa de recibir una explicación de lo que ve”. Lo normal cuando uno entra en una galería o museo es encontrarse con un corrillo de gente que se agolpa, curiosamente no alrededor de la obra, sino del cartelito que explica su contenido o proceso, dejando en el olvido al cuadro o escultura de turno, quitándole así todo su sentido


   Dávila volvió a pensar en el espectador en su proyecto de título explícito “No vea estas obras de arte, son una mierda” (2014), que dejó de lado la -muchas veces- hipócrita amabilidad del consumidor, permitiéndole desquitarse a gusto y opinar sobre lo que había visto, sin tapujos y en absoluta intimidad, con un mensaje grabado a cámara que resultó ser de lo más terapéutico. El trabajo de Dávila tiene mucho sentido del humor, aunque “es más para que sonría el cerebro que la boca. Pero a veces uno se contagia del otro”. Al fin y al cabo, las obras están para disfrutarlas, cada cual a su manera, pero es difícil no dejarse influenciar por toda la información a la que tenemos acceso y que sin duda manipula nuestra apreciación. Y así lo demostró con “La mancha de Alcorcón” (1999), un fenómeno paranormal totalmente ficticio, un montaje en toda regla con cordón policial incluido, en el que el artista inventó una mancha rectangular que aparecía y desaparecía de un terreno, y que acompañado de una fotografía supuestamente publicada en un medio local y varios informes de expertos, coló entre los vecinos, convirtiéndose en toda una atracción, e incluso, en una leyenda que para algún que otro despistado aún sigue viva.


   Con el nuevo siglo, Dávila tiró como nunca de la sustracción, ya fuera de contenido musical, cinematográfico o radiofónico, y alcanzó el grado máximo con la agresión consciente, “malvada y triste” de “Anulación de un retrato del siglo XVII” (2005), en la que el artista pintó encima de un cuadro auténtico del Papa Borgoña Nicolás II, una capa de clorocaucho blanco, opaca e irreversible, bajo la estricta supervisión de un crítico de arte, un restaurador y el director del Museo ARTiUM de Vitoria, donde tuvo lugar la acción. Dávila rindió así homenaje a la habitual superposición de capas de los cuadros, planteó la duda sobre el límite del trabajo del restaurador, y provocó la extraña sensación de hacer invisible un cuadro que en realidad sigue ahí.


   De la sustracción pasó a la aportación de contenido, pero para obtener siempre su omnipresente vacío. Así fue “Aportación de contenido graso” (2006), una intervención que nació tras pasar unos días en casa de unos amigos y notar que todas las puertas chirriaban enormemente. Una tarde, aprovechando la ausencia de los anfitriones, Dávila las engrasó, quitando con su aportación una parte de su realidad cotidiana. Años después, puso en marcha su “Aportación de contenido económico para 25 mujeres de Ciudad Juárez” (2010), el súmmum de la obra sin representación física, y su primera y última subvención (de 9000 euros), que repartió entre estas mujeres sin que nunca ellas supieran la identidad del donante, ni el artista su reacción. Aquel mismo año, Dávila rizó el rizo con “Aportación de contenido sustraído” (2002-2010), con la que cerró el viaje de unos buzones de cartas con los que se topó en la calle, en la entrada de un portal, y que se llevó pensando que habían sido abandonados, cuando en realidad estaban llenitos de misivas, y lo único que hizo fue fastidiar el cambio de casilleros. Por vergüenza, nunca regresó, hasta que pasados 8 años remató la faena devolviéndolos, de madrugada, al mismo lugar donde los había encontrado.

    También de larga trayectoria fue su paciente “Proyecto para difundir el mensaje de una mujer anónima” (2008-actualidad), en la que de nuevo incluyó al anónimo en su obra, y creó arte a partir de la casualidad. Un verano, las ventanas abiertas de su casa le descubrieron a una mujer que cada día, a las 15h como un reloj, soltaba su discurso al patio de vecinos. El autor grabó aquella voz sin ponerle cara durante 1 año, y luego, la divulgó a través de acciones tan variopintas como una manifestación en Hong Kong, una canción para un concierto punki, o reproducciones en un cementerio o en los baños de un garito. Un 10 de mayo, la señora desapareció, y ahora, Josechu llena su silencio, cada año en aquella misma fecha, sacando a su balcón un altavoz por el que suena aquel sermón grabado, en un acto tan bello y poderoso... como inútil.


PD: ¡No te pierdas el taller (gratuito) “Cómo hacer nada en el arte”, que Josechu Dávila impartirá en la Sala Ideas de la Tabacalera, del 26 al 30 de octubre de 2015, dentro del ciclo de talleres “Alguien Ahí”, que pretende compartir el conocimiento y experiencia de artistas en activo. Inscripción aquí hasta el 16 de octubre. Más info en la web de TABACALERA PROMOCiÓN DE ARTE (también en Facebook y Twitter).


                                     (De Lidia Martín, el 29 de septiembre de 2015)


Referencias útiles:
Para seguir los pasos (re)creativos de JOSECHU DÁViLA, conéctate a su web y su Facebook.


[Volver a Mi Petit Pinacoteca, Callejero o Blogosfera]

   Si convencer a tus padres de que quieres ser artista es difícil, hacerles entender que llevas 32 años en esto del arte sin hacer NADA es una misión casi imposible. Josechu Dávila (Madrid, 1966), el creador que se define como “multindisciplinado”, a punto de cumplir los 50, puede presumir de un dominio absoluto del vacío, la negación, la sustracción y el desaprovechamiento. Su obra, nacida del absurdo y el vacile, ha ido cubriéndose de una madurez y seriedad, propias de la edad. Superadas las críticas y malinterpretaciones iniciales, ha conseguido vapulear con cada una de sus no actuaciones la esencia misma del arte, que considera inútil en sí, manteniendo magistralmente el equilibrio a lomos de la confusa y a veces ridícula línea que separa lo que es arte de lo que no. Aunque si algún día Dávila supiera lo que realmente es arte y lo que no, dejaría inmediatamente de dedicarse a ello.


   Para el artista, el problema viene de lejos: “Por desgracia casi todo el mundo ha pintado alguna vez en su vida, y piensa que el arte es una extensión de este hobby. Pero la mayoría de los que dudan si un artista hace o no hace arte, no tienen ni idea de lo que se ha hecho en los últimos 50 años, ni tampoco de la evolución de las teorías cuánticas, y como es probable que eso no haya sido su hobby, no pontifican al respecto”. Así piensa Dávila, que también él con 10 años, le pareció lo más natural del mundo coger sus témperas y una cartulina para pintar lo que veía desde su ventana, todos los patios traseros desde Pradillo hasta Avenida de América; y que con 16 años, se planteó este eterno interrogante frente a una obra de Miró, que al joven aspirante a artista, acostumbrado al realismo de sus clases de academia, le pareció demasiado fácil, “una mierda”.


   Consciente de que no iba a ser él más listo que todos los museos del mundo, Dávila quiso saciar su curiosidad. Investigó, y fue ahí cuando supo que Miró no era abstracto, sino surrealista como Dalí, pero que sus sueños no eran figurativos. Desde entonces, “el arte no me gusta ni deja de gustarme, sino que me interesa, o no me interesa. El gusto es personal, el interés, intelectual”. En cuanto a Miró, siguió sin convencerle.


   Sin llegar a los 20, en el 83, Dávila se estrenó con una muestra, y desde 1990, no ha habido año sin exposición. Y cuando quiso darse cuenta, ya era tarde. Su trabajo “cada vez había ido significando menos, y siendo menos funcional”. Todo un desafío para alguien que comunica a través de lo que no está o de lo que no usa, y que duda sobre la condición física y estética de las obras, apostando por proyectos, en su mayoría no tangibles, en los que el vacío no renuncia a nada.


   Sus primeras no intervenciones llegaron mediante el uso del propio espacio ofrecido para exponer, jugando a las falsas apariencias con sombras, proyecciones e imágenes ilusorias que engañaban, hacían alucinar, y removían los sentidos y emociones. Incluso en una ocasión decidió desaprovechar el espacio y el tiempo que le ofreció una galería, en la que jamás volvió a exponer. Pendiente siempre de la reacción del espectador, en 1998, lanzó un órdago directo al público con su pieza “Exposición para tontos” (1998) a modo de respuesta a la “imperiosa necesidad del que observa de recibir una explicación de lo que ve”. Lo normal cuando uno entra en una galería o museo es encontrarse con un corrillo de gente que se agolpa, curiosamente no alrededor de la obra, sino del cartelito que explica su contenido o proceso, dejando en el olvido al cuadro o escultura de turno, quitándole así todo su sentido


   Dávila volvió a pensar en el espectador en su proyecto de título explícito “No vea estas obras de arte, son una mierda” (2014), que dejó de lado la -muchas veces- hipócrita amabilidad del consumidor, permitiéndole desquitarse a gusto y opinar sobre lo que había visto, sin tapujos y en absoluta intimidad, con un mensaje grabado a cámara que resultó ser de lo más terapéutico. El trabajo de Dávila tiene mucho sentido del humor, aunque “es más para que sonría el cerebro que la boca. Pero a veces uno se contagia del otro”. Al fin y al cabo, las obras están para disfrutarlas, cada cual a su manera, pero es difícil no dejarse influenciar por toda la información a la que tenemos acceso y que sin duda manipula nuestra apreciación. Y así lo demostró con “La mancha de Alcorcón” (1999), un fenómeno paranormal totalmente ficticio, un montaje en toda regla con cordón policial incluido, en el que el artista inventó una mancha rectangular que aparecía y desaparecía de un terreno, y que acompañado de una fotografía supuestamente publicada en un medio local y varios informes de expertos, coló entre los vecinos, convirtiéndose en toda una atracción, e incluso, en una leyenda que para algún que otro despistado aún sigue viva.


   Con el nuevo siglo, Dávila tiró como nunca de la sustracción, ya fuera de contenido musical, cinematográfico o radiofónico, y alcanzó el grado máximo con la agresión consciente, “malvada y triste” de “Anulación de un retrato del siglo XVII” (2005), en la que el artista pintó encima de un cuadro auténtico del Papa Borgoña Nicolás II, una capa de clorocaucho blanco, opaca e irreversible, bajo la estricta supervisión de un crítico de arte, un restaurador y el director del Museo ARTiUM de Vitoria, donde tuvo lugar la acción. Dávila rindió así homenaje a la habitual superposición de capas de los cuadros, planteó la duda sobre el límite del trabajo del restaurador, y provocó la extraña sensación de hacer invisible un cuadro que en realidad sigue ahí.


   De la sustracción pasó a la aportación de contenido, pero para obtener siempre su omnipresente vacío. Así fue “Aportación de contenido graso” (2006), una intervención que nació tras pasar unos días en casa de unos amigos y notar que todas las puertas chirriaban enormemente. Una tarde, aprovechando la ausencia de los anfitriones, Dávila las engrasó, quitando con su aportación una parte de su realidad cotidiana. Años después, puso en marcha su “Aportación de contenido económico para 25 mujeres de Ciudad Juárez” (2010), el súmmum de la obra sin representación física, y su primera y última subvención (de 9000 euros), que repartió entre estas mujeres sin que nunca ellas supieran la identidad del donante, ni el artista su reacción. Aquel mismo año, Dávila rizó el rizo con “Aportación de contenido sustraído” (2002-2010), con la que cerró el viaje de unos buzones de cartas con los que se topó en la calle, en la entrada de un portal, y que se llevó pensando que habían sido abandonados, cuando en realidad estaban llenitos de misivas, y lo único que hizo fue fastidiar el cambio de casilleros. Por vergüenza, nunca regresó, hasta que pasados 8 años remató la faena devolviéndolos, de madrugada, al mismo lugar donde los había encontrado.

    También de larga trayectoria fue su paciente “Proyecto para difundir el mensaje de una mujer anónima” (2008-actualidad), en la que de nuevo incluyó al anónimo en su obra, y creó arte a partir de la casualidad. Un verano, las ventanas abiertas de su casa le descubrieron a una mujer que cada día, a las 15h como un reloj, soltaba su discurso al patio de vecinos. El autor grabó aquella voz sin ponerle cara durante 1 año, y luego, la divulgó a través de acciones tan variopintas como una manifestación en Hong Kong, una canción para un concierto punki, o reproducciones en un cementerio o en los baños de un garito. Un 10 de mayo, la señora desapareció, y ahora, Josechu llena su silencio, cada año en aquella misma fecha, sacando a su balcón un altavoz por el que suena aquel sermón grabado, en un acto tan bello y poderoso... como inútil.


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