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DETRÁS DE LA FACHADA (nº70):
AVENiDA DEL PADRE HUiDOBRO, S/N

DETRÁS DE LA FACHADA (nº70):
AVENiDA DEL PADRE HUiDOBRO, S/N

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   A los pies de El Pardo, con unas increíbles vistas de la capital, coronada por Las Cuatro Torres, resiste el que durante un tiempo fuera uno de los recintos hípicos más importantes de Europa. Inaugurado a las 4h de la tarde del domingo 04 de mayo de 1941, sus 110 hectáreas -casi como el parque de El Retiro- dieron cobijo a lo más granado de la sociedad de posguerra bajo la que aún hoy muchos consideran una de las obras maestras de la arquitectura madrileña del siglo XX. Su tribuna volada, la primera sin columnas de España -Premio Nacional de Arquitectura y declarada Monumento Histórico Artístico en 1980 y Bien de Interés Cultural en 2009- puso el punto de mira en su creador, el visionario ingeniero de caminos Eduardo Torroja, que con sus delgadas y sinuosas láminas de hormigón a modo de voladizos, revolucionó el sector retando a la gravedad y ofreciendo nuevas soluciones estructurales, materiales y formas que siguen siendo referencia. Hoy, cuando se cumplen 75 años de su apertura, detrás de esta marquesina, que sigue atrayendo tantas miradas como las carreras de caballos, sus jardines y pistas, tras muchos altibajos, han recuperado su función de ocio y encuentro, de competición y cría, y claro está, de apuestas, rescatando así el galope como uno de los sonidos más atractivos de Madrid.


   En 1842, un siglo antes de que este hipódromo abriera sus puertas, llegaba a la capital el primer semental de pura sangre inglés, de nombre Pagnotte, traído por el duque de Fernán Núñez. Por entonces, las carreras eran material exclusivo de la aristocracia y entre duques y marqueses andaba un juego que, sin reglas y con los ojos puestos en el modelo francés e inglés de crianza y carreras, tenía como público a monarcas y aristócratas que acudían a lomos de sus propios caballos al espectáculo. De hecho, dicen que el gran impulsor de este ocio ecuestre fue otro duque, el de Osuna, que, como gran aficionado, organizaba carreras en sus terrenos y dejó la primera prueba de este modo de ocio con la que tuvo lugar en 1835 en su finca de la Alameda de Osuna.


   En la década de 1850, el punto de encuentro era el Hipódromo de la Casa de Campo, al que le sucedió el de la Castellana, inaugurado el 31 de enero de 1878 para celebrar la boda de Alfonso XII con María de las Mercedes de Orleáns y Borbón. El enlace real -el más popular de nuestra historia aún sin radio ni tele que lo contara- congregó a lo más selecto de la monarquía y aristocracia nacional y extranjera en los Altos de la Castellana (donde hoy están los Nuevos Ministerios) en un gran y reluciente hipódromo, empeño del ejecutivo de Cánovas del Castillo, que encargó la obra al conde de Toreno, entonces ministro de Fomento. En apenas un mes y medio, el apurado ministro logró el milagro, dejando en el intento a varios obreros y presidiarios que murieron por el brutal ritmo de trabajo. Fue la época dorada de las carreras en España, todo un acontecimiento que permitía el paso, por primera vez, a todas las clases sociales, eso sí, bien diferenciadas según tribunas. En la central junto al pabellón real, se acomodaban la aristocracia y la alta burguesía, con servicio de comedor y tocador incluido; en los laterales, los socios; y por fin, en lo más alto, cerca de los cerros del hipódromo, las gradas de la plebe que, de acceso libre y conocidas como “el tendido de los sastres”, apretujaban a gente de toda condición.


   Nadie quería perderse las carreras. Era el lugar para dejarse ver, allí donde en 1881 se dio el primer Gran Premio de Madrid, y que obligó a alargar el recorrido del tranvía y aumentar su número de trayectos para cubrir la demanda de viajeros, que fueron transformando un espacio que acogió otros espectáculos de masa como la primera Copa del Rey de fútbol en 1903 o la mayoría de edad de Alfonso XIII.


   Fue precisamente este sucesor real, otro gran aficionado, el que en 1917 mandó construir en sus terrenos de la Casa Real el Hipódromo de Aranjuez. Por entonces, su majestad usaba el seudónimo de duque de Toledo para competir, pues nadie se atrevía a retarle, y aún hoy hay premios con este nombre que recuerdan a este real jinete. Pero este centro hípico solo duraría unos cuantos años, en los que eso sí, todos los aristócratas que se preciaban acudían, como los duques de Medinaceli, Osuna o Aldama, los más importantes hombres de negocio y empresarios y un incipiente mundo rosa, que ya despuntaba entre jinetes, caballos, entrenadores, herreros, veterinarios, público y apostantes, que seguían mirando de reojo a sus iguales europeos.


   Con la llegada de la Segunda República y el consecuente exilio del monarca, el recinto comenzó su declive, y sin apenas afluencia y casi en el abandono, cerró sus puertas en 1934. Igual suerte corrió el otro gran hipódromo de la Castellana. El crecimiento de la ciudad, con el nuevo eje de comunicación entre Atocha y Chamartín, se encontró con el hipódromo como gran obstáculo, así que medio siglo después de su apertura, en 1933, el gobierno de la República, con Indalecio Prieto como ministro de Obras Públicas, decidió derribarlo y construir los actuales Nuevos Ministerios.


   Fue entonces cuando se buscó un nuevo lugar para acoger las carreras. Tras muchos debates, fueron elegidos unos terrenos cercanos al Pardo, donde en 1935 y con un presupuesto de 3 millones de pesetas, arrancaron unas obras (que casi de inmediato paralizaría la Guerra (in)Civil). Inspirándose en el Hipódromo San Siro de Milán, los artífices fueron los arquitectos Carlos Arniches, Martín Domínguez y el ingeniero Eduardo Torroja. Su cubierta, diseñada para proteger a los asistentes de las gradas del hipódromo, fue la gran novedad. La arquitectura orgánica de Torroja, muy al estilo de Gaudí o Bruno Zevi, se caracterizaba por la armonía con su entorno, evitando la ornamentación a favor de la utilidad y el respeto por nuevos valores. Sus láminas de hormigón armado, con forma de medio cilindro que se ensanchan y encojen y aumentan y disminuyen de grosor, pasando de los 65 cm en la zona de los pilares a tan solo 5 cm en unos voladizos, que alcanzan casi 13 metros, sorprendieron y aún sorprenden por la ausencia de refuerzos.


   Desgraciadamente lo poco construido fue seriamente dañado, pues justo el hipódromo estaba en uno los principales escenarios bélicos de la capital, la Ciudad Universitaria, y hubo que esperar hasta 1940 para volver a las obras, que un año después, permitieron la inauguración del nuevo hipódromo de Madrid, el de la Zarzuela, que en plena posguerra tuvo que tirar de materiales extranjeros para concluir las obras, y abrió con lo imprescindible. En la siguiente década, la recuperación económica del país también trajo bonanza a la hípica, recuperando este acto social y sumando posibilidades a las carreras y con ellas, el dinero destinado al recinto, que sumó nuevas pistas de entrenamiento, instalaciones para jockeys, enfermería y otra tribuna general, y a los premios, que en 1968 llegaron al millón de pesetas -el más importante hasta entones-, que se llevó el duque de Alburquerque y su caballo Tebas.


   En 1982, la gestión del Hipódromo pasó a manos del empresario y más tarde presidente del Real Madrid Club de Fútbol, Ramón Mendoza, con el que, un año después, nació la primera apuesta nacional de carreras de caballos, la Quiniela Hípica. Por entonces, esas carreras llegaban a todos gracias a la televisión, y su auge llevó a recaudar en 1984, 5.000 millones de pesetas en apuestas. Tras pasar por varias manos privadas (incluido el nuevo presidente del Madrid, Lorenzo Sanz), en 1992 tomó las riendas el empresario Enrique Sarasola. De la media de 15.000 espectadores de domingo, en apenas 4 años el panorama pasó a ser desértico, las carreras se anularon, y tras mucha polémica y una sentencia judicial del año 2000, Sarasola entregó el recinto por uso indebido, complejo abandonado, suspensión de pagos y deudas de más de 6.500 millones de pesetas a Patrimonio Nacional.


   En 2003, tras fracasar en su intento de conseguir la entrada de la empresa privada, Patrimonio firmó un acuerdo de explotación con la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPi), con un 90%, y Loterías y Apuestas del Estado (LAE) con un 10%, ambos dependientes del Ministerio de Hacienda, y después de 9 años sin carreras y unas intensas y costosas obras de remodelación y recuperación a manos del estudio de arquitectos Jerónimo Junquera-Liliana Obal, respetando sus marquesinas de hormigón como seña de identidad, en octubre de 2005 el Hipódromo de la Zarzuela volvió a abrir sus puertas y a llenar su impresionante espacio de jinetes, caballos, apostantes, espectadores, apuestas y dinero.


   Hoy, con una media 3 millones de euros en premios y 12.000 por carrera, más allá del turf (césped en inglés) -como se conoce hoy a las carreras de caballos en las que la gente puede apostar-, el Hipódromo ofrece fiestas, eventos, foodtrucks, discoteca, exposiciones, carreras de caballo nocturnas, talleres para niños, castillos hinchables y paseos en poni, así como mercadillos de moda, que han democratizado aún más si cabe un público que ha cambiado el chaqué por los vaqueros.  


                                        (De Lidia Martín, el 26 de noviembre de 2016)


Referencias útiles
HiPÓDROMO DE LA ZARZUELA
Avenida del Padre Huidobro, s/n
Km 8 de la A-6
917 400 540
28023 Madrid
Bus 658
PD
: Los días de carrera hay autobuses gratuitos desde el Paseo Moret (frente al intercambiador de Moncloa)


Precios:
- Adultos: desde 5 a 20 euros.
- Niños (hasta los 14 años): entrada gratuita.


Horario de las Carreras:
- Primavera y Otoño: los Domingos, a las 11h30;
- Verano: los Jueves, a las 22h15.


Para seguir los pasos (re)creativos del HiPÓDROMO DE LA ZARZUELA, conéctate a su web, su Facebook y su Twitter.


[Volver a Mi Petit Callejero o Blogosfera]

   A los pies de El Pardo, con unas increíbles vistas de la capital, coronada por Las Cuatro Torres, resiste el que durante un tiempo fuera uno de los recintos hípicos más importantes de Europa. Inaugurado a las 4h de la tarde del domingo 04 de mayo de 1941, sus 110 hectáreas -casi como el parque de El Retiro- dieron cobijo a lo más granado de la sociedad de posguerra bajo la que aún hoy muchos consideran una de las obras maestras de la arquitectura madrileña del siglo XX. Su tribuna volada, la primera sin columnas de España -Premio Nacional de Arquitectura y declarada Monumento Histórico Artístico en 1980 y Bien de Interés Cultural en 2009- puso el punto de mira en su creador, el visionario ingeniero de caminos Eduardo Torroja, que con sus delgadas y sinuosas láminas de hormigón a modo de voladizos, revolucionó el sector retando a la gravedad y ofreciendo nuevas soluciones estructurales, materiales y formas que siguen siendo referencia. Hoy, cuando se cumplen 75 años de su apertura, detrás de esta marquesina, que sigue atrayendo tantas miradas como las carreras de caballos, sus jardines y pistas, tras muchos altibajos, han recuperado su función de ocio y encuentro, de competición y cría, y claro está, de apuestas, rescatando así el galope como uno de los sonidos más atractivos de Madrid.


   En 1842, un siglo antes de que este hipódromo abriera sus puertas, llegaba a la capital el primer semental de pura sangre inglés, de nombre Pagnotte, traído por el duque de Fernán Núñez. Por entonces, las carreras eran material exclusivo de la aristocracia y entre duques y marqueses andaba un juego que, sin reglas y con los ojos puestos en el modelo francés e inglés de crianza y carreras, tenía como público a monarcas y aristócratas que acudían a lomos de sus propios caballos al espectáculo. De hecho, dicen que el gran impulsor de este ocio ecuestre fue otro duque, el de Osuna, que, como gran aficionado, organizaba carreras en sus terrenos y dejó la primera prueba de este modo de ocio con la que tuvo lugar en 1835 en su finca de la Alameda de Osuna.


   En la década de 1850, el punto de encuentro era el Hipódromo de la Casa de Campo, al que le sucedió el de la Castellana, inaugurado el 31 de enero de 1878 para celebrar la boda de Alfonso XII con María de las Mercedes de Orleáns y Borbón. El enlace real -el más popular de nuestra historia aún sin radio ni tele que lo contara- congregó a lo más selecto de la monarquía y aristocracia nacional y extranjera en los Altos de la Castellana (donde hoy están los Nuevos Ministerios) en un gran y reluciente hipódromo, empeño del ejecutivo de Cánovas del Castillo, que encargó la obra al conde de Toreno, entonces ministro de Fomento. En apenas un mes y medio, el apurado ministro logró el milagro, dejando en el intento a varios obreros y presidiarios que murieron por el brutal ritmo de trabajo. Fue la época dorada de las carreras en España, todo un acontecimiento que permitía el paso, por primera vez, a todas las clases sociales, eso sí, bien diferenciadas según tribunas. En la central junto al pabellón real, se acomodaban la aristocracia y la alta burguesía, con servicio de comedor y tocador incluido; en los laterales, los socios; y por fin, en lo más alto, cerca de los cerros del hipódromo, las gradas de la plebe que, de acceso libre y conocidas como “el tendido de los sastres”, apretujaban a gente de toda condición.


   Nadie quería perderse las carreras. Era el lugar para dejarse ver, allí donde en 1881 se dio el primer Gran Premio de Madrid, y que obligó a alargar el recorrido del tranvía y aumentar su número de trayectos para cubrir la demanda de viajeros, que fueron transformando un espacio que acogió otros espectáculos de masa como la primera Copa del Rey de fútbol en 1903 o la mayoría de edad de Alfonso XIII.


   Fue precisamente este sucesor real, otro gran aficionado, el que en 1917 mandó construir en sus terrenos de la Casa Real el Hipódromo de Aranjuez. Por entonces, su majestad usaba el seudónimo de duque de Toledo para competir, pues nadie se atrevía a retarle, y aún hoy hay premios con este nombre que recuerdan a este real jinete. Pero este centro hípico solo duraría unos cuantos años, en los que eso sí, todos los aristócratas que se preciaban acudían, como los duques de Medinaceli, Osuna o Aldama, los más importantes hombres de negocio y empresarios y un incipiente mundo rosa, que ya despuntaba entre jinetes, caballos, entrenadores, herreros, veterinarios, público y apostantes, que seguían mirando de reojo a sus iguales europeos.


   Con la llegada de la Segunda República y el consecuente exilio del monarca, el recinto comenzó su declive, y sin apenas afluencia y casi en el abandono, cerró sus puertas en 1934. Igual suerte corrió el otro gran hipódromo de la Castellana. El crecimiento de la ciudad, con el nuevo eje de comunicación entre Atocha y Chamartín, se encontró con el hipódromo como gran obstáculo, así que medio siglo después de su apertura, en 1933, el gobierno de la República, con Indalecio Prieto como ministro de Obras Públicas, decidió derribarlo y construir los actuales Nuevos Ministerios.


   Fue entonces cuando se buscó un nuevo lugar para acoger las carreras. Tras muchos debates, fueron elegidos unos terrenos cercanos al Pardo, donde en 1935 y con un presupuesto de 3 millones de pesetas, arrancaron unas obras (que casi de inmediato paralizaría la Guerra (in)Civil). Inspirándose en el Hipódromo San Siro de Milán, los artífices fueron los arquitectos Carlos Arniches, Martín Domínguez y el ingeniero Eduardo Torroja. Su cubierta, diseñada para proteger a los asistentes de las gradas del hipódromo, fue la gran novedad. La arquitectura orgánica de Torroja, muy al estilo de Gaudí o Bruno Zevi, se caracterizaba por la armonía con su entorno, evitando la ornamentación a favor de la utilidad y el respeto por nuevos valores. Sus láminas de hormigón armado, con forma de medio cilindro que se ensanchan y encojen y aumentan y disminuyen de grosor, pasando de los 65 cm en la zona de los pilares a tan solo 5 cm en unos voladizos, que alcanzan casi 13 metros, sorprendieron y aún sorprenden por la ausencia de refuerzos.


   Desgraciadamente lo poco construido fue seriamente dañado, pues justo el hipódromo estaba en uno los principales escenarios bélicos de la capital, la Ciudad Universitaria, y hubo que esperar hasta 1940 para volver a las obras, que un año después, permitieron la inauguración del nuevo hipódromo de Madrid, el de la Zarzuela, que en plena posguerra tuvo que tirar de materiales extranjeros para concluir las obras, y abrió con lo imprescindible. En la siguiente década, la recuperación económica del país también trajo bonanza a la hípica, recuperando este acto social y sumando posibilidades a las carreras y con ellas, el dinero destinado al recinto, que sumó nuevas pistas de entrenamiento, instalaciones para jockeys, enfermería y otra tribuna general, y a los premios, que en 1968 llegaron al millón de pesetas -el más importante hasta entones-, que se llevó el duque de Alburquerque y su caballo Tebas.


   En 1982, la gestión del Hipódromo pasó a manos del empresario y más tarde presidente del Real Madrid Club de Fútbol, Ramón Mendoza, con el que, un año después, nació la primera apuesta nacional de carreras de caballos, la Quiniela Hípica. Por entonces, esas carreras llegaban a todos gracias a la televisión, y su auge llevó a recaudar en 1984, 5.000 millones de pesetas en apuestas. Tras pasar por varias manos privadas (incluido el nuevo presidente del Madrid, Lorenzo Sanz), en 1992 tomó las riendas el empresario Enrique Sarasola. De la media de 15.000 espectadores de domingo, en apenas 4 años el panorama pasó a ser desértico, las carreras se anularon, y tras mucha polémica y una sentencia judicial del año 2000, Sarasola entregó el recinto por uso indebido, complejo abandonado, suspensión de pagos y deudas de más de 6.500 millones de pesetas a Patrimonio Nacional.


   En 2003, tras fracasar en su intento de conseguir la entrada de la empresa privada, Patrimonio firmó un acuerdo de explotación con la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPi), con un 90%, y Loterías y Apuestas del Estado (LAE) con un 10%, ambos dependientes del Ministerio de Hacienda, y después de 9 años sin carreras y unas intensas y costosas obras de remodelación y recuperación a manos del estudio de arquitectos Jerónimo Junquera-Liliana Obal, respetando sus marquesinas de hormigón como seña de identidad, en octubre de 2005 el Hipódromo de la Zarzuela volvió a abrir sus puertas y a llenar su impresionante espacio de jinetes, caballos, apostantes, espectadores, apuestas y dinero.


   Hoy, con una media 3 millones de euros en premios y 12.000 por carrera, más allá del turf (césped en inglés) -como se conoce hoy a las carreras de caballos en las que la gente puede apostar-, el Hipódromo ofrece fiestas, eventos, foodtrucks, discoteca, exposiciones, carreras de caballo nocturnas, talleres para niños, castillos hinchables y paseos en poni, así como mercadillos de moda, que han democratizado aún más si cabe un público que ha cambiado el chaqué por los vaqueros.  


                                        (De Lidia Martín, el 26 de noviembre de 2016)


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