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DETRÁS DE LA FACHADA (nº55):
PLAZA DE LA iNDEPENDENCiA, 7

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PLAZA DE LA iNDEPENDENCiA, 7

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   Con sus 118 hectáreas y sus más de 15.000 árboles, el “pulmón de la Villa” no tiene nada que envidiar al Hyde Park londinense o al Central Park neoyorkino. Que haga frío, nieve, llueva o abrase el sol, El Retiro es uno de los lugares más visitados de la ciudad. Sin embargo, pocos conocen su historia. Detrás de su aristocrática “fachada” de hierro fundido, cercada por las calles de Alfonso XII y de Alcalá, la avenida de Menéndez Pelayo, y la calle del Poeta Esteban de Villegas, el impresionante parque público (desde 1868) concentra la Historia de las crisis políticas de la Villa y de nuestra memoria colectiva.


   El vergel nació en 1630 como regalo al rey Felipe IV (1621-1665), que decidió dedicar el terreno, donde antaño hubo olivares y huertos, como lugar de recreo para la Corte. Con el tiempo y con cada nuevo monarca, los jardines fueron mutando, sumando nuevas intervenciones hasta que, por fin, Carlos III (1759-1788), en un acto de generosidad, dejó ver parte de su encanto al pueblo llano bajo la condición de que acudiera bien aseado y vestido. Ahora convertido en el parque municipal más importante de Madrid, el Retiro acumula tesoros naturales y arquitectónicos, que requieren varias y largas visitas, aunque el disfrute comienza con solo poner un pie en él.

   Fue el Conde Duque de Olivares, noble, político y hombre de confianza de Felipe IV, quien quiso contentar a su majestad con tan desinteresado presente. Al parecer, el Duque no era muy popular entre los súbditos, tampoco su “Retiro” y menos aún las fiestas que ahí celebraba. Con esa ofrenda se intentó quitar un peso de encima y sobre todo miles de miradas y críticas en los mentideros del Siglo de Oro. Los terrenos entregados estaban pegados al Monasterio de los Jerónimos -levantado a finales del siglo XV por orden de los Reyes Católicos para alojar a la familia real en sus viajes a la Villa-, y a su vera, se situaba el Cuarto Real, una opción de descanso para los monarcas, que sin moverse de sus aposentos podían escuchar hasta la misa de los monjes. Como un niño con zapatos nuevos, Felipe IV centró en esos lares su actividad cortesana dándole vida y esplendor a un bosque y a un Cuarto, que fueron creciendo hasta transformarse en los Jardines y el Palacio del Buen Retiro, la segunda residencia monárquica, un paraje de recreo y descanso situado a las entonces afueras de la Villa, pero lo suficientemente cerca del Real Alcázar (actual Palacio Real).


   Los encargados de poner a tono el dominio fueron el pintor y arquitecto italiano, Giovanni Battista Crescenzi (1577-1635), y el escultor español y también arquitecto, Alonso Carbonell (1583-1660). Con el objetivo de entretener a la Corte, y satisfacer el gusto de Felipe IV por las representaciones dramáticas, levantaron un Teatro, el del Buen Retiro, donde se representaron obras de Calderón de la Barca o Lope de Vega. También edificaron un salón de baile, conocido como el Casón; el Salón de los Reinos, que lucía obras de Velázquez y Zurbarán; y por supuesto, una gran balsa, en la zona más alta, para que el agua sobrante pudiera regar la parte más baja de los jardines. Es el Estanque Grande, que todos conocemos, donde la familia real pescaba y disfrutaba de simulacros de batallas navales, al que la reina regente, María Cristina, añadiría en 1902 el Monumento en honor a Alfonso XII -que fue terminado en 1922-, para muchos la mejor muestra de escultura española al aire libre, y donde más de uno se habrá mojado hasta el tuétano, con el temor de ser devorado por sus famosas carpas.


   Con los años, y sobre todo, con los reyes venideros, el inmenso parque se fue transformando según deseos, extravagancias y gustos personales del soberano de turno. Por ejemplo, Felipe V (1700-1746) fue uno de los que más lo tocó. Un incendio en el Alcázar, en la nochebuena de 1734, provocó que trasladara su residencia al Palacio del Buen Retiro, y después de levantarse cada mañana y ver el estado del jardín, decidió crear el Parterre Francés con un diseño que alberga el Ciprés Calvo, el árbol más antiguo de Madrid del que dicen supera los 400 años.


   Otro de los que más hizo por el Retiro fue Carlos III (1759-1788), que aportó la Real Fábrica de Porcelana, cultivó algunos jardines, dedicó otros al ganado, permitió en 1767 la entrada de los ciudadanos de a pie, y lo llenó de naturaleza salvaje al construir la Casa de Fieras (actual Biblioteca Eugenio Trías), ubicada primero en la Cuesta de Moyano -por entonces parte de los jardines-, y trasladada después a la zona que hoy conocemos como los Jardines del Arquitecto Herrera Palacios. Sus fines eran más lúdicos que científicos con habituales luchas entre leones, tigres y toros como diversión para las grandes fiestas. Hoy, el paseante aún puede encontrar algún resto de una época de gloria, repleta de felinos, pavos reales blancos de Japón, gacelas africanas y mandriles, cuyo foso parece resistir el paso y los avatares del tiempo. 


   Como, en 1808, el empeño de Napoleón de poner a su hermano José Bonaparte en el trono español provocó una guerra, la de la Independencia o francesada (1808-1814), las tropas galas saquearon el Monasterio de los Jerónimos, destruyeron el Palacio usándolo como cuartel y arsenal, y dañaron gravemente los jardines, al convertirlos en su verde fortaleza. Pasado el susto y con Fernando VII (1814-1833) en el poder, la paz trajo la rehabilitación, y de nuevo, la apertura, en parte, a los ciudadanos, ya que el monarca se reservó la zona comprendida entre O’Donnell y Menéndez Pelayo. De esa época datan los llamados Caprichos Románticos de Fernando VII, como la Casita del Pescador -hoy centro de información turística-, la Casita del Contrabandista -creada en su origen para albergar una noria y una colección de autómatas entre los que destacaba uno que le dio nombre, y que ahora ocupa la mítica sala de fiestas Florida Park, y la Montaña artificial -el hoy desaparecido más importante y espectacular de los Caprichos, al ser la reproducción de un paisaje de ensueño, con árboles, cascadas y una colina escalonada coronada por un templete, que daba unas vistas increíbles de Madrid, y que Fernando VII usaba como cenador.


   Su sucesora en el trono, la reina Isabel II (1833-1868) aportó, entre otras cosas, el famoso Paseo de las Estatuas, fruto de su peculiar reforma del Parterre y del aprovechamiento de unas esculturas, construidas a principios del siglo XVIII para adornar el Palacio Real. Esas figuras, ya sea por exceso de ornamentación, por miedo a posibles accidentes o por el ego de Carlos III, fueron retiradas en 1760 y recuperadas después de permanecer casi un siglo abandonadas en el sótano de palacio. 


   En 1868, con la Gloriosa, la revolución que destronó a Isabel II, los jardines pasaron a ser propiedad municipal. En manos del Ayuntamiento, sus puertas se abrieron a todos los ciudadanos sin excepción, y los privilegios y antojos monárquicos se convirtieron en atracción turística y goce curioso de los visitantes. De esa época son el Palacio de Cristal y el de Velázquez, levantados con motivo de las exposiciones de Filipinas y la Nacional de Minería, y hoy en día sede de las muestras temporales del Centro de Arte Reina Sofía; así como las fuentes de los Galápagos, la de la Alcachofa y la del Ángel Caído, obra de 1878 de Ricardo Bellver, considerada como la única escultura de Lucifer en una capital del mundo.


   Poco a poco, la ciudad fue creciendo y el ensanche de Madrid rodeó y acotó una zona, que ya no estaba tan a las afueras, y que iba siendo absorbida por edificios y casas particulares. En los años 30 y 40, uno de los últimos que consiguió meter mano a la fisionomía del real parque, sin ser rey, fue Cecilio Rodríguez, jardinero del Ayuntamiento desde los ¡8 años!. A él, se debe la hermosa Rosaleda en una superficie, que durante un tiempo, ocupó un lago artificial, que se helaba en invierno y donde se podía patinar al estilo del Wollman Rink del Central Park. De sus manos, también salieron los jardines, que hoy llevan su nombre, un complemento a la Casa de Fieras, que ofrecía así un agradable paseo por la zona mientras se contemplaban felinos del Sahara y Guinea, avestruces, cebras, elefantes e incluso osos polares.


   Hoy, El Retiro es un hervidero de familias, planes, colores, plantas, diversión, deporte, música, teatro, barcas, y por supuesto, mil y una historias, las que se viven cada día y las que se pueden rememorar con cada paso que se da por unos terrenos, que fueron un regalo no solo para un rey, sino para todos los madrileños.


PD (nº1) zoológica: En 1895, el Ayuntamiento de Madrid, ante la imposibilidad de gestionar la antigua Casa de Fieras, cedió los derechos de explotación a Luis Cabañas, un tratante de animales de circos con costumbres tan llamativas como sacar a tomar el sol a su cocodrilo, o proporcionar a su elefanta Pizarro su baño diario en un estanque cercano, hasta que un buen día, se escapó y acabó en una tienda de la calle Alcalá.


PD (nº2) verde: El Retiro es un jardín lleno de jardines. Destacan el de Vivaces, los de Cecilio Rodríguez, los del arquitecto Herrera Palacios, la Rosaleda y el Parterre Francés.


PD (nº3) anecdótica: El Retiro también tuvo su alcalde honorario, al menos así lo quiso Enrique Tierno Galván al designar como tal al dibujante y académico Antonio Mingote.


                                                   (De Lidia Martín, el 12 abril de 2015)


Referencias útiles:
PARQUE DEL RETiRO

Plaza de la Independencia, 7
28001 Madrid
915 300 041
915 744 024 (Taquillas embarcadero)
915 280 938 (Visitas guiadas)
M Retiro


Horario:
- De octubre a marzo: de 6h a 22h;
- De abril a septiembre: de 6h hasta medianoche.


Para seguir los pasos (re)creativos de EL RETiRO, conéctate a la web de RETiROMANíA (también en Facebook y Twitter); y a la web del Centro de información y Educación Ambiental del Retiro para conocer todas las actividades y talleres ecológicos, que se realizan en el parque y en sus huertos urbanos.


[Volver a Mi Petit Callejero, Detrás de la Fachada o Blogosfera]

   Con sus 118 hectáreas y sus más de 15.000 árboles, el “pulmón de la Villa” no tiene nada que envidiar al Hyde Park londinense o al Central Park neoyorkino. Que haga frío, nieve, llueva o abrase el sol, El Retiro es uno de los lugares más visitados de la ciudad. Sin embargo, pocos conocen su historia. Detrás de su aristocrática “fachada” de hierro fundido, cercada por las calles de Alfonso XII y de Alcalá, la avenida de Menéndez Pelayo, y la calle del Poeta Esteban de Villegas, el impresionante parque público (desde 1868) concentra la Historia de las crisis políticas de la Villa y de nuestra memoria colectiva.


   El vergel nació en 1630 como regalo al rey Felipe IV (1621-1665), que decidió dedicar el terreno, donde antaño hubo olivares y huertos, como lugar de recreo para la Corte. Con el tiempo y con cada nuevo monarca, los jardines fueron mutando, sumando nuevas intervenciones hasta que, por fin, Carlos III (1759-1788), en un acto de generosidad, dejó ver parte de su encanto al pueblo llano bajo la condición de que acudiera bien aseado y vestido. Ahora convertido en el parque municipal más importante de Madrid, el Retiro acumula tesoros naturales y arquitectónicos, que requieren varias y largas visitas, aunque el disfrute comienza con solo poner un pie en él.

   Fue el Conde Duque de Olivares, noble, político y hombre de confianza de Felipe IV, quien quiso contentar a su majestad con tan desinteresado presente. Al parecer, el Duque no era muy popular entre los súbditos, tampoco su “Retiro” y menos aún las fiestas que ahí celebraba. Con esa ofrenda se intentó quitar un peso de encima y sobre todo miles de miradas y críticas en los mentideros del Siglo de Oro. Los terrenos entregados estaban pegados al Monasterio de los Jerónimos -levantado a finales del siglo XV por orden de los Reyes Católicos para alojar a la familia real en sus viajes a la Villa-, y a su vera, se situaba el Cuarto Real, una opción de descanso para los monarcas, que sin moverse de sus aposentos podían escuchar hasta la misa de los monjes. Como un niño con zapatos nuevos, Felipe IV centró en esos lares su actividad cortesana dándole vida y esplendor a un bosque y a un Cuarto, que fueron creciendo hasta transformarse en los Jardines y el Palacio del Buen Retiro, la segunda residencia monárquica, un paraje de recreo y descanso situado a las entonces afueras de la Villa, pero lo suficientemente cerca del Real Alcázar (actual Palacio Real).


   Los encargados de poner a tono el dominio fueron el pintor y arquitecto italiano, Giovanni Battista Crescenzi (1577-1635), y el escultor español y también arquitecto, Alonso Carbonell (1583-1660). Con el objetivo de entretener a la Corte, y satisfacer el gusto de Felipe IV por las representaciones dramáticas, levantaron un Teatro, el del Buen Retiro, donde se representaron obras de Calderón de la Barca o Lope de Vega. También edificaron un salón de baile, conocido como el Casón; el Salón de los Reinos, que lucía obras de Velázquez y Zurbarán; y por supuesto, una gran balsa, en la zona más alta, para que el agua sobrante pudiera regar la parte más baja de los jardines. Es el Estanque Grande, que todos conocemos, donde la familia real pescaba y disfrutaba de simulacros de batallas navales, al que la reina regente, María Cristina, añadiría en 1902 el Monumento en honor a Alfonso XII -que fue terminado en 1922-, para muchos la mejor muestra de escultura española al aire libre, y donde más de uno se habrá mojado hasta el tuétano, con el temor de ser devorado por sus famosas carpas.


   Con los años, y sobre todo, con los reyes venideros, el inmenso parque se fue transformando según deseos, extravagancias y gustos personales del soberano de turno. Por ejemplo, Felipe V (1700-1746) fue uno de los que más lo tocó. Un incendio en el Alcázar, en la nochebuena de 1734, provocó que trasladara su residencia al Palacio del Buen Retiro, y después de levantarse cada mañana y ver el estado del jardín, decidió crear el Parterre Francés con un diseño que alberga el Ciprés Calvo, el árbol más antiguo de Madrid del que dicen supera los 400 años.


   Otro de los que más hizo por el Retiro fue Carlos III (1759-1788), que aportó la Real Fábrica de Porcelana, cultivó algunos jardines, dedicó otros al ganado, permitió en 1767 la entrada de los ciudadanos de a pie, y lo llenó de naturaleza salvaje al construir la Casa de Fieras (actual Biblioteca Eugenio Trías), ubicada primero en la Cuesta de Moyano -por entonces parte de los jardines-, y trasladada después a la zona que hoy conocemos como los Jardines del Arquitecto Herrera Palacios. Sus fines eran más lúdicos que científicos con habituales luchas entre leones, tigres y toros como diversión para las grandes fiestas. Hoy, el paseante aún puede encontrar algún resto de una época de gloria, repleta de felinos, pavos reales blancos de Japón, gacelas africanas y mandriles, cuyo foso parece resistir el paso y los avatares del tiempo. 


   Como, en 1808, el empeño de Napoleón de poner a su hermano José Bonaparte en el trono español provocó una guerra, la de la Independencia o francesada (1808-1814), las tropas galas saquearon el Monasterio de los Jerónimos, destruyeron el Palacio usándolo como cuartel y arsenal, y dañaron gravemente los jardines, al convertirlos en su verde fortaleza. Pasado el susto y con Fernando VII (1814-1833) en el poder, la paz trajo la rehabilitación, y de nuevo, la apertura, en parte, a los ciudadanos, ya que el monarca se reservó la zona comprendida entre O’Donnell y Menéndez Pelayo. De esa época datan los llamados Caprichos Románticos de Fernando VII, como la Casita del Pescador -hoy centro de información turística-, la Casita del Contrabandista -creada en su origen para albergar una noria y una colección de autómatas entre los que destacaba uno que le dio nombre, y que ahora ocupa la mítica sala de fiestas Florida Park, y la Montaña artificial -el hoy desaparecido más importante y espectacular de los Caprichos, al ser la reproducción de un paisaje de ensueño, con árboles, cascadas y una colina escalonada coronada por un templete, que daba unas vistas increíbles de Madrid, y que Fernando VII usaba como cenador.


   Su sucesora en el trono, la reina Isabel II (1833-1868) aportó, entre otras cosas, el famoso Paseo de las Estatuas, fruto de su peculiar reforma del Parterre y del aprovechamiento de unas esculturas, construidas a principios del siglo XVIII para adornar el Palacio Real. Esas figuras, ya sea por exceso de ornamentación, por miedo a posibles accidentes o por el ego de Carlos III, fueron retiradas en 1760 y recuperadas después de permanecer casi un siglo abandonadas en el sótano de palacio. 


   En 1868, con la Gloriosa, la revolución que destronó a Isabel II, los jardines pasaron a ser propiedad municipal. En manos del Ayuntamiento, sus puertas se abrieron a todos los ciudadanos sin excepción, y los privilegios y antojos monárquicos se convirtieron en atracción turística y goce curioso de los visitantes. De esa época son el Palacio de Cristal y el de Velázquez, levantados con motivo de las exposiciones de Filipinas y la Nacional de Minería, y hoy en día sede de las muestras temporales del Centro de Arte Reina Sofía; así como las fuentes de los Galápagos, la de la Alcachofa y la del Ángel Caído, obra de 1878 de Ricardo Bellver, considerada como la única escultura de Lucifer en una capital del mundo.


   Poco a poco, la ciudad fue creciendo y el ensanche de Madrid rodeó y acotó una zona, que ya no estaba tan a las afueras, y que iba siendo absorbida por edificios y casas particulares. En los años 30 y 40, uno de los últimos que consiguió meter mano a la fisionomía del real parque, sin ser rey, fue Cecilio Rodríguez, jardinero del Ayuntamiento desde los ¡8 años!. A él, se debe la hermosa Rosaleda en una superficie, que durante un tiempo, ocupó un lago artificial, que se helaba en invierno y donde se podía patinar al estilo del Wollman Rink del Central Park. De sus manos, también salieron los jardines, que hoy llevan su nombre, un complemento a la Casa de Fieras, que ofrecía así un agradable paseo por la zona mientras se contemplaban felinos del Sahara y Guinea, avestruces, cebras, elefantes e incluso osos polares.


   Hoy, El Retiro es un hervidero de familias, planes, colores, plantas, diversión, deporte, música, teatro, barcas, y por supuesto, mil y una historias, las que se viven cada día y las que se pueden rememorar con cada paso que se da por unos terrenos, que fueron un regalo no solo para un rey, sino para todos los madrileños.


PD (nº1) zoológica: En 1895, el Ayuntamiento de Madrid, ante la imposibilidad de gestionar la antigua Casa de Fieras, cedió los derechos de explotación a Luis Cabañas, un tratante de animales de circos con costumbres tan llamativas como sacar a tomar el sol a su cocodrilo, o proporcionar a su elefanta Pizarro su baño diario en un estanque cercano, hasta que un buen día, se escapó y acabó en una tienda de la calle Alcalá.


PD (nº2) verde: El Retiro es un jardín lleno de jardines. Destacan el de Vivaces, los de Cecilio Rodríguez, los del arquitecto Herrera Palacios, la Rosaleda y el Parterre Francés.


PD (nº3) anecdótica: El Retiro también tuvo su alcalde honorario, al menos así lo quiso Enrique Tierno Galván al designar como tal al dibujante y académico Antonio Mingote.


                                                   (De Lidia Martín, el 12 abril de 2015)


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915 300 041
915 744 024 (Taquillas embarcadero)
915 280 938 (Visitas guiadas)
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Horario:
- De octubre a marzo: de 6h a 22h;
- De abril a septiembre: de 6h hasta medianoche.


Para seguir los pasos (re)creativos de EL RETiRO, conéctate a la web de RETiROMANíA (también en Facebook y Twitter); y a la web del Centro de información y Educación Ambiental del Retiro para conocer todas las actividades y talleres ecológicos, que se realizan en el parque y en sus huertos urbanos.


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