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DETRÁS DE LA FACHADA (nº50):
CALLE DE CASTELLÓ, 77

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   Hoy, hace exactamente 40 años, el barrio de Salamanca vio erguirse entre sus clásicos palacetes un edificio cúbico con piel de mármol de Carrara, cristal y esquinas pulidas, que miraba al futuro con ganas de democratizar el arte. Con 20 años de mecenazgo a sus espaldas y el aura de la ciencia, la música, la pintura y la escultura envolviendo unas nuevas formas arquitectónicas que consiguieron la (casi) inmediata aceptación del noble distrito madrileño, la Fundación Juan March inaugurada su nueva sede el 24 de enero de 1975, sin saber (¿o sí?) que se convertiría en la entidad cultural y benéfica (de carácter privado) más importante de España. Detrás de su moderna fachada, los madrileños tienen una cita diaria con las Artes.


   Todo comenzó en 1926, cuando el financiero y empresario mallorquín, Juan March Ordinas (1880-1962) -al que apodaban el “último contrabandista del Mediterráneo”-, fundó oficialmente la Banca March, que le convertiría en una de las mayores fortunas de España. Pero, en 1955, después de una larga vida al servicio de sus intereses políticos y económicos, y emulando a otros grandes magnates como Rockfeller, decidió crear una Fundación para promover la cultura y la ciencia -en un principio- española, con una dotación inicial de 1,5 millón de dólares (300 millones de pesetas). Y así fue. Al año siguiente, ya se estaban entregando los primeros premios, y un año después, las primeras becas, que fueron un soplo de aire fresco para la cultura nacional. Poco a poco, la Fundación fue doblando su aportación económica, y con el engranaje ya en marcha y en manos de su hijo, Juan March Servera (1940) como presidente, la necesidad de construir una sede para acoger todos los actos y celebraciones culturales a las que la entidad daba alas, se impuso por sí sola.


   El lugar elegido fue un solar cercano al Palacio de Luis Gallo (1907) de la calle Núñez de Balboa, la residencia capitalina de March Ordinas desde su compra en 1934 y hasta su muerte en 1962. Y, en 1970, convencido de la idoneidad del terreno -antes ocupado por la Casa de Gamazo-, March Servera pidió propuestas (atrevidas) a los arquitectos José Luis Picardo, Javier Carvajal y García Benito. Como el primogénito tenía las ideas bastante claras ya que, a lo largo de sus viajes, había ido apuntando detalles e inspiraciones de edificios que le habían llamado la atención, Picardo decidió poner rumbo a Grecia y a Nueva York, por ser, como él mismo contaría después, “dos referencias básicas arquitectónicas: la perfección clásica del Partenón y la audacia constructiva de los nuevos lenguajes de Nueva York”. Un año más tarde, los 3 candidatos presentaron sus diseños, y un jurado presidido por el urbanista mallorquín, Gabriel Alomar, eligió la apuesta de Picardo, que había conseguido salvar una de las mayores preocupaciones de la familia: integrar una construcción moderna en un barrio en absoluto acostumbrado a la modernidad.


   ¿Cómo? Las premisas fueron enterrar el máximo volumen de edificación para ganar jardín, dar importancia al cuerpo superior, que parece flotar sobre la base, y conseguir un inmueble simple y elegante en contenido y continente gracias a materiales nobles y una consonancia cromática... involuntaria. En efecto, el mármol gris dominante en la fachada, iba a ser blanco, pero un error y la imposibilidad de corregirlo a última hora, tornaron el blanco y negro del proyecto inicial por una gama de grises, que suavizó el resultado. Las obras arrancaron en 1972, y 3 años después, ya con el sucesor, Juan March Delgado al frente de la institución, se colocaría el último ladrillo, y el arquitecto declararía que había logrado su mejor obra hasta el momento: un espacio de 18.000 m² con 1.700 metros de jardín, 4 sótanos (de 3.000 m² cada uno), 1 planta baja y 6 superiores (de 1.400 m² por piso); y con, en el exterior, muros que mostraban una continuidad de aspecto, sólo interrumpida en la cara sur -que miraba al jardín- por una terraza contigua a la sala de Juntas del Patronato de la planta 4ª y una puerta maciza de bronce moldeada por el propio arquitecto.  


   Ya en su nacimiento, la sede contaba con varios salones de actos, nuemrosas dependencias para conferencias, conciertos, teatro y cine, y espacios polivalentes, diáfanos, prácticos, versátiles, y por supuesto, estéticos, que no robaran protagonismo a las piezas que fuesen a acoger, para exposiciones. Y, para demostrar su función, se dio un papel relevante a obras de grandes artistas como parte del diseño intrínseco del edificio: obras de Chillida y Sempere flanqueaban la entrada, y los halls fueron rematados con piezas de Pablo Serrano, Molezún y Joaquín Vaquero Turcios.


   Así, el impresionante mural de 50 m² de Turcios nos recibe nada más traspasar el umbral. Se trata de una de las muchas interpretaciones hechas a lo largo de la historia del conjunto escultórico, Laocoonte y sus hijos, levantado en el siglo I a.C., por el famoso colectivo helenístico Agesandro, Atenodoro de Rodas y Polidoro. Una obra que representa como pocas el dolor, reflejado en el sacerdote troyano y sus dos hijos atacados por serpientes, tras advertir en vano a su pueblo del regalo envenenado, que mandaban los aqueos. Turcios trasladó el instante de la muerte en formas geométricas, llenas de fuerza totalmente acordes al espacio arquitectónico. Un recibimiento que no debe ser casual, pues aquel sufrido sacerdote fue el único que sospechó del Caballo de Troya, y hoy en día siguen siendo muchos los peligros que nos acechan.


   Bajo tal preciada vigilancia, lo que ha entrado en la Fundación Juan March ha sido arte con mayúsculas, y a lo largo de los 60 años que lleva en marcha y los 40 bajo este techo, además de ser pionera a la hora de traer obra de primeras figuras internacionales, también ha tenido momentos inolvidables como las colas que se formaron, en 1977, para entrar en la primera gran muestra de Picasso en España desde el 36, la exposición de Kokoschka en el 75 o la de Lichtenstein en 1983. Pero aún hay más, su biblioteca es un paraíso que alberga una colección de libros de ilusionismo -que en sí es pura magia-, así como la biblioteca personal de Julio Cortázar, donada por su mujer en 1993; y el Poema del Mío Cid, en un manuscrito único de 1307, que en los años 60, Servera compró por 10 millones de pesetas y después donó al Estado Español.


   ¡Feliz aniversario!


PD (nº1) patrimonial: La Fundación es también titular del Museo de Arte Abstracto Español situado en Cuenca, del Museo Fundación Juan March en Palma de Mallorca, y gracias al Instituto Juan March de Estudios e Investigaciones, existe el Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales, integrado hoy en el Instituto mixto Carlos III/Juan March de Ciencias Sociales de la Universidad Carlos III de Madrid.


PD (nº2) curiosa: Durante la construcción de la sede, se removieron 35.000 me­tros cuadrados de tierra, se emplearon 2.845 metros cuadrados de hormigonado y 115.000 kilos de acero corrugado de alta resistencia. El apuntalamiento corrió a cargo de estructuras metálicas de hierro con 475.000 kilos de acero y 7.500 metros cúbicos de hormigón.


PD (nº3) arquitectónica: Dicen que, después de la construcción de la sede de la Fundación March, al arquitecto Picardo nunca más le llegaron encargos de tal envergadura, pero a él también se deben la rehabilitación de los Paradores de Castillo de Santa Catalina de Jaén, Guadalupe, Castillo de Sigüenza o Arcos de la Frontera, y sobre todo la Real Escuela de Arte Ecuestre de Jerez de la Frontera, su ciudad natal.


                                  (De Lidia Martín, el 24 de enero de 2015)


Referencias útiles
FUNDACiÓN JUAN MARCH

Calle de Castelló, 77
28006 Madrid
914 354 240
M Núñez de Balboa


Horarios:
- Salas de exposición y Librería: de Lunes a Sábado, de 11h a 20h; y el Domingo, de 10h a 14h;
- Biblioteca: de Lunes a Viernes, de 9h a 18h;


Para seguir los pasos (re)creativos de la FUNDACiÓN JUAN MARCH, conéctate a su web, su Facebook y su Twitter.


[Volver a Mi Petit Pinacoteca, Discoteca, Filmoetca, Callejero o Blogosfera]

   Hoy, hace exactamente 40 años, el barrio de Salamanca vio erguirse entre sus clásicos palacetes un edificio cúbico con piel de mármol de Carrara, cristal y esquinas pulidas, que miraba al futuro con ganas de democratizar el arte. Con 20 años de mecenazgo a sus espaldas y el aura de la ciencia, la música, la pintura y la escultura envolviendo unas nuevas formas arquitectónicas que consiguieron la (casi) inmediata aceptación del noble distrito madrileño, la Fundación Juan March inaugurada su nueva sede el 24 de enero de 1975, sin saber (¿o sí?) que se convertiría en la entidad cultural y benéfica (de carácter privado) más importante de España. Detrás de su moderna fachada, los madrileños tienen una cita diaria con las Artes.


   Todo comenzó en 1926, cuando el financiero y empresario mallorquín, Juan March Ordinas (1880-1962) -al que apodaban el “último contrabandista del Mediterráneo”-, fundó oficialmente la Banca March, que le convertiría en una de las mayores fortunas de España. Pero, en 1955, después de una larga vida al servicio de sus intereses políticos y económicos, y emulando a otros grandes magnates como Rockfeller, decidió crear una Fundación para promover la cultura y la ciencia -en un principio- española, con una dotación inicial de 1,5 millón de dólares (300 millones de pesetas). Y así fue. Al año siguiente, ya se estaban entregando los primeros premios, y un año después, las primeras becas, que fueron un soplo de aire fresco para la cultura nacional. Poco a poco, la Fundación fue doblando su aportación económica, y con el engranaje ya en marcha y en manos de su hijo, Juan March Servera (1940) como presidente, la necesidad de construir una sede para acoger todos los actos y celebraciones culturales a las que la entidad daba alas, se impuso por sí sola.


   El lugar elegido fue un solar cercano al Palacio de Luis Gallo (1907) de la calle Núñez de Balboa, la residencia capitalina de March Ordinas desde su compra en 1934 y hasta su muerte en 1962. Y, en 1970, convencido de la idoneidad del terreno -antes ocupado por la Casa de Gamazo-, March Servera pidió propuestas (atrevidas) a los arquitectos José Luis Picardo, Javier Carvajal y García Benito. Como el primogénito tenía las ideas bastante claras ya que, a lo largo de sus viajes, había ido apuntando detalles e inspiraciones de edificios que le habían llamado la atención, Picardo decidió poner rumbo a Grecia y a Nueva York, por ser, como él mismo contaría después, “dos referencias básicas arquitectónicas: la perfección clásica del Partenón y la audacia constructiva de los nuevos lenguajes de Nueva York”. Un año más tarde, los 3 candidatos presentaron sus diseños, y un jurado presidido por el urbanista mallorquín, Gabriel Alomar, eligió la apuesta de Picardo, que había conseguido salvar una de las mayores preocupaciones de la familia: integrar una construcción moderna en un barrio en absoluto acostumbrado a la modernidad.


   ¿Cómo? Las premisas fueron enterrar el máximo volumen de edificación para ganar jardín, dar importancia al cuerpo superior, que parece flotar sobre la base, y conseguir un inmueble simple y elegante en contenido y continente gracias a materiales nobles y una consonancia cromática... involuntaria. En efecto, el mármol gris dominante en la fachada, iba a ser blanco, pero un error y la imposibilidad de corregirlo a última hora, tornaron el blanco y negro del proyecto inicial por una gama de grises, que suavizó el resultado. Las obras arrancaron en 1972, y 3 años después, ya con el sucesor, Juan March Delgado al frente de la institución, se colocaría el último ladrillo, y el arquitecto declararía que había logrado su mejor obra hasta el momento: un espacio de 18.000 m² con 1.700 metros de jardín, 4 sótanos (de 3.000 m² cada uno), 1 planta baja y 6 superiores (de 1.400 m² por piso); y con, en el exterior, muros que mostraban una continuidad de aspecto, sólo interrumpida en la cara sur -que miraba al jardín- por una terraza contigua a la sala de Juntas del Patronato de la planta 4ª y una puerta maciza de bronce moldeada por el propio arquitecto.  


   Ya en su nacimiento, la sede contaba con varios salones de actos, nuemrosas dependencias para conferencias, conciertos, teatro y cine, y espacios polivalentes, diáfanos, prácticos, versátiles, y por supuesto, estéticos, que no robaran protagonismo a las piezas que fuesen a acoger, para exposiciones. Y, para demostrar su función, se dio un papel relevante a obras de grandes artistas como parte del diseño intrínseco del edificio: obras de Chillida y Sempere flanqueaban la entrada, y los halls fueron rematados con piezas de Pablo Serrano, Molezún y Joaquín Vaquero Turcios.


   Así, el impresionante mural de 50 m² de Turcios nos recibe nada más traspasar el umbral. Se trata de una de las muchas interpretaciones hechas a lo largo de la historia del conjunto escultórico, Laocoonte y sus hijos, levantado en el siglo I a.C., por el famoso colectivo helenístico Agesandro, Atenodoro de Rodas y Polidoro. Una obra que representa como pocas el dolor, reflejado en el sacerdote troyano y sus dos hijos atacados por serpientes, tras advertir en vano a su pueblo del regalo envenenado, que mandaban los aqueos. Turcios trasladó el instante de la muerte en formas geométricas, llenas de fuerza totalmente acordes al espacio arquitectónico. Un recibimiento que no debe ser casual, pues aquel sufrido sacerdote fue el único que sospechó del Caballo de Troya, y hoy en día siguen siendo muchos los peligros que nos acechan.


   Bajo tal preciada vigilancia, lo que ha entrado en la Fundación Juan March ha sido arte con mayúsculas, y a lo largo de los 60 años que lleva en marcha y los 40 bajo este techo, además de ser pionera a la hora de traer obra de primeras figuras internacionales, también ha tenido momentos inolvidables como las colas que se formaron, en 1977, para entrar en la primera gran muestra de Picasso en España desde el 36, la exposición de Kokoschka en el 75 o la de Lichtenstein en 1983. Pero aún hay más, su biblioteca es un paraíso que alberga una colección de libros de ilusionismo -que en sí es pura magia-, así como la biblioteca personal de Julio Cortázar, donada por su mujer en 1993; y el Poema del Mío Cid, en un manuscrito único de 1307, que en los años 60, Servera compró por 10 millones de pesetas y después donó al Estado Español.


   ¡Feliz aniversario!


PD (nº1) patrimonial: La Fundación es también titular del Museo de Arte Abstracto Español situado en Cuenca, del Museo Fundación Juan March en Palma de Mallorca, y gracias al Instituto Juan March de Estudios e Investigaciones, existe el Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales, integrado hoy en el Instituto mixto Carlos III/Juan March de Ciencias Sociales de la Universidad Carlos III de Madrid.


PD (nº2) curiosa: Durante la construcción de la sede, se removieron 35.000 me­tros cuadrados de tierra, se emplearon 2.845 metros cuadrados de hormigonado y 115.000 kilos de acero corrugado de alta resistencia. El apuntalamiento corrió a cargo de estructuras metálicas de hierro con 475.000 kilos de acero y 7.500 metros cúbicos de hormigón.


PD (nº3) arquitectónica: Dicen que, después de la construcción de la sede de la Fundación March, al arquitecto Picardo nunca más le llegaron encargos de tal envergadura, pero a él también se deben la rehabilitación de los Paradores de Castillo de Santa Catalina de Jaén, Guadalupe, Castillo de Sigüenza o Arcos de la Frontera, y sobre todo la Real Escuela de Arte Ecuestre de Jerez de la Frontera, su ciudad natal.


                                  (De Lidia Martín, el 24 de enero de 2015)


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