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CRÓNiCA SENTiMENTAL:
LOS DiSFRACES

CRÓNiCA SENTiMENTAL:
LOS DiSFRACES

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   Fantasear con ser otra persona, jugar al despiste, poder durante un instante actuar como no se espera de ti, cambiar de rol o poder ser más uno que nunca, disimular, burlarse... disfrazarse. A los que no somos actores -que lo han convertido en una profesión- sólo nos quedan las fiestas de disfraces y el Carnaval para hacer algo tan liberador como es salir de nosotros mismos por un momento, y jugar a ser otra persona, un animal o, incluso, una cosa.  Aunque que la Villa no sea la misteriosa Venecia o las festivas Cádiz y Tenerife, ahora que se acercan las fechas carnavalescas, a muchos madrileños nos gusta formar parte de esta fiesta pagana en la que, durante una noche, (casi) todo está permitido... pero ¿de dónde viene este gusto por disfrazarse? ¿Desde cuándo el ser humano se ha servido de la vestimenta para adoptar distintos roles? ¿En qué momento de la historia, las personas descubrieron que aquello era divertido?


   Encontrar los orígenes de los disfraces es tarea imposible; simplemente porque, desde que los hombres y mujeres comenzaron a vestirse, también empezaron a disfrazarse por motivos varios. Por ejemplo, hace más de 2.000 años, los Celtas ya se disfrazaban de extraños seres para alejar a los malos espíritus; y durante la Edad Media, muchas mujeres se disfrazaban de hombres para poder escapar de un destino poco alentador, mientras la mayoría de los ladrones (de profesión) utilizaban disfraces para robar y cometer fechorías, haciendo creer a los campesinos, que los autores de los hurtos eran espíritus malignos; por no hablar de los bufones y actores, que también se servían de unas ropas distintas para desarrollar su profesión. En cuanto al uso puntual del disfraz, siempre se ha asociado principalmente a un intento de hacer todo lo prohibido sin ser reconocido; por eso, el Carnaval, fruto de las tradiciones paganas asimiladas por la Iglesia Católica, precede a una época en la que la prohibición y el recato marcan el devenir de los días.


   La mayoría de los historiadores están de acuerdo en que las Saturnales romanas -fiestas que se celebraban a finales del año (juliano) y en las que, durante 3 días y 3 noches, los ciudadanos y esclavos se olvidaban de sus obligaciones y se entregaban en cuerpo y alma a la diversión y al placer- son las madres de los Carnavales actuales. Se cree que, en aquella época, los que las disfrutaban lo hacían disfrazados. Entonces, según esta teoría, Italia sería la cuna de las fiestas de disfraces. De hecho, uno de los carnavales más sofisticados y especiales del planeta es sin duda el de Venecia, donde sus intrigantes máscaras sí tienen un origen claro. El aire misterioso, hasta terrorífico, que las envuelve, se debe a que el traje más característico: la famosa máscara de pico o “Il Dottore della Peste”, en italiano. Como su nombre original indica, la usaban los médicos del siglo XVI para combatir la peste negra, que azotó la ciudad flotante entre 1575 y 1577. Los doctores que trataban a los enfermos adoptaron, para la ocasión, una vestimenta especial, que incluía dicha máscara picuda, cuya función era alojar, en el alargado recoveco, diversas plantas aromáticas para mitigar el olor del enfermo, además de obligar al moribundo a estar un poco alejado de los doctores y evitar así que le echase el mortal aliento.

   Mientras tanto en la Villa, las fiestas de disfraces empezaron a tomar relevancia, pero sin excesos, claro está, durante el Renacimiento, y poco a poco, a lo largo del siglo XVII, los bailes de máscaras se convirtieron en una tradición para los aristócratas, quienes celebraban desfiles en la residencia real de los Austrias; pero habría que esperar hasta finales del siglo XVIII para que alcanzaran su máximo esplendor en Madrid, gracias al rey Carlos III, que acogió con gran entusiasmo ese tipo de fiestas en su corte. Entonces, el pueblo llano no tardó en imitar a sus dirigentes divirtiéndose con lo que llamaban las “mojigangas”, unas piezas de teatro breves y en verso, de tipo cómico burlesco, del siglo XVI, que acabarían transformándose en una especie de comitivas de madrileños con caretas de animales y trajes absurdos, que recorrían las calles danzando y cantando canciones en las que se reían de las personalidades sociales y políticas de la época.


   En el siglo XIX, los disfraces y las charangas desaparecieron de los salones y de las calles con  Fernando VII, aquel que al principio era “Deseado” pero que enseguida mostró su más cruel e innoble careta (nunca mejor dicho), que prohibió ese tipo de celebraciones. Sin embargo, una vez muerto, su viuda, la reina María Cristina, las volvió a autorizar durante su regencia, y la tradición se mantuvo hasta que, en el siglo XX, el católico caudillo y sin sentido del humor borró del calendario todas aquellas fiestas que no fueran religiosas o casi todas... ya que los madrileños, obstinados y más chulos que un ocho, supieron mantener encendido el carnaval, gracias a Francisco Morales, dueño de la Taberna Casa Paco en Puerta Cerrada, quien en los años 50 creo la Alegre Cofradía del Entierro de la Sardina, y consiguió un permiso para que se siguiese celebrando el tradicional sepelio, que ya se llevaba celebrando desde el siglo XVIII.


   El Entierro de la Sardina es una de las tradiciones que mejor ejemplifican el gusto por el humor absurdo y la ironía de los madrileños. Hay varias teorías de cuando y porqué surgió, pero la más extendida defiende que, durante el reinado de Carlos III, un día, llegó a Madrid un cargamento de sardinas en mal estado, lo cual debía resultar pestilente. Las autoridades decidieron enterrar el podrido cargamento en la Casa de Campo, y a los ciudadanos que andaban de fiesta en ese momento les resultó muy gracioso acompañar cantando y bailando a los operarios, quienes realizaron su trabajo ante una comitiva danzarina, que disfrutó tanto con el momento, que decidieron repetir la ceremonia año tras año hasta hoy.


   Finalmente, al morir Franco y con el cambio de régimen, los carnavales volvieron a hacerse un hueco en la vida de los españoles. Y Tierno Galván, el alcalde más divertido y amante de las fiestas que haya tenido la Villa, permitió que se celebrase por todo lo alto para permitir a los madrileños y las madrileñas olvidarse del frío de febrero y ser, durante unos días, quiénes les apetezcan...


                                                (De María Glück, el 23 de febrero de 2017)


PD: Disfraces Maty (también en Facebook y Twitter) es sin duda la tienda de referencia en disfraces de Madrid desde 1943. Su oferta es amplísima, tanto en trajes de fiesta como en regionales con especial atención a la ropa de baile.


[Volver a Mi Petit ArmarioCallejero o Blogosfera]

   Fantasear con ser otra persona, jugar al despiste, poder durante un instante actuar como no se espera de ti, cambiar de rol o poder ser más uno que nunca, disimular, burlarse... disfrazarse. A los que no somos actores -que lo han convertido en una profesión- sólo nos quedan las fiestas de disfraces y el Carnaval para hacer algo tan liberador como es salir de nosotros mismos por un momento, y jugar a ser otra persona, un animal o, incluso, una cosa.  Aunque que la Villa no sea la misteriosa Venecia o las festivas Cádiz y Tenerife, ahora que se acercan las fechas carnavalescas, a muchos madrileños nos gusta formar parte de esta fiesta pagana en la que, durante una noche, (casi) todo está permitido... pero ¿de dónde viene este gusto por disfrazarse? ¿Desde cuándo el ser humano se ha servido de la vestimenta para adoptar distintos roles? ¿En qué momento de la historia, las personas descubrieron que aquello era divertido?


   Encontrar los orígenes de los disfraces es tarea imposible; simplemente porque, desde que los hombres y mujeres comenzaron a vestirse, también empezaron a disfrazarse por motivos varios. Por ejemplo, hace más de 2.000 años, los Celtas ya se disfrazaban de extraños seres para alejar a los malos espíritus; y durante la Edad Media, muchas mujeres se disfrazaban de hombres para poder escapar de un destino poco alentador, mientras la mayoría de los ladrones (de profesión) utilizaban disfraces para robar y cometer fechorías, haciendo creer a los campesinos, que los autores de los hurtos eran espíritus malignos; por no hablar de los bufones y actores, que también se servían de unas ropas distintas para desarrollar su profesión. En cuanto al uso puntual del disfraz, siempre se ha asociado principalmente a un intento de hacer todo lo prohibido sin ser reconocido; por eso, el Carnaval, fruto de las tradiciones paganas asimiladas por la Iglesia Católica, precede a una época en la que la prohibición y el recato marcan el devenir de los días.


   La mayoría de los historiadores están de acuerdo en que las Saturnales romanas -fiestas que se celebraban a finales del año (juliano) y en las que, durante 3 días y 3 noches, los ciudadanos y esclavos se olvidaban de sus obligaciones y se entregaban en cuerpo y alma a la diversión y al placer- son las madres de los Carnavales actuales. Se cree que, en aquella época, los que las disfrutaban lo hacían disfrazados. Entonces, según esta teoría, Italia sería la cuna de las fiestas de disfraces. De hecho, uno de los carnavales más sofisticados y especiales del planeta es sin duda el de Venecia, donde sus intrigantes máscaras sí tienen un origen claro. El aire misterioso, hasta terrorífico, que las envuelve, se debe a que el traje más característico: la famosa máscara de pico o “Il Dottore della Peste”, en italiano. Como su nombre original indica, la usaban los médicos del siglo XVI para combatir la peste negra, que azotó la ciudad flotante entre 1575 y 1577. Los doctores que trataban a los enfermos adoptaron, para la ocasión, una vestimenta especial, que incluía dicha máscara picuda, cuya función era alojar, en el alargado recoveco, diversas plantas aromáticas para mitigar el olor del enfermo, además de obligar al moribundo a estar un poco alejado de los doctores y evitar así que le echase el mortal aliento.

   Mientras tanto en la Villa, las fiestas de disfraces empezaron a tomar relevancia, pero sin excesos, claro está, durante el Renacimiento, y poco a poco, a lo largo del siglo XVII, los bailes de máscaras se convirtieron en una tradición para los aristócratas, quienes celebraban desfiles en la residencia real de los Austrias; pero habría que esperar hasta finales del siglo XVIII para que alcanzaran su máximo esplendor en Madrid, gracias al rey Carlos III, que acogió con gran entusiasmo ese tipo de fiestas en su corte. Entonces, el pueblo llano no tardó en imitar a sus dirigentes divirtiéndose con lo que llamaban las “mojigangas”, unas piezas de teatro breves y en verso, de tipo cómico burlesco, del siglo XVI, que acabarían transformándose en una especie de comitivas de madrileños con caretas de animales y trajes absurdos, que recorrían las calles danzando y cantando canciones en las que se reían de las personalidades sociales y políticas de la época.


   En el siglo XIX, los disfraces y las charangas desaparecieron de los salones y de las calles con  Fernando VII, aquel que al principio era “Deseado” pero que enseguida mostró su más cruel e innoble careta (nunca mejor dicho), que prohibió ese tipo de celebraciones. Sin embargo, una vez muerto, su viuda, la reina María Cristina, las volvió a autorizar durante su regencia, y la tradición se mantuvo hasta que, en el siglo XX, el católico caudillo y sin sentido del humor borró del calendario todas aquellas fiestas que no fueran religiosas o casi todas... ya que los madrileños, obstinados y más chulos que un ocho, supieron mantener encendido el carnaval, gracias a Francisco Morales, dueño de la Taberna Casa Paco en Puerta Cerrada, quien en los años 50 creo la Alegre Cofradía del Entierro de la Sardina, y consiguió un permiso para que se siguiese celebrando el tradicional sepelio, que ya se llevaba celebrando desde el siglo XVIII.


   El Entierro de la Sardina es una de las tradiciones que mejor ejemplifican el gusto por el humor absurdo y la ironía de los madrileños. Hay varias teorías de cuando y porqué surgió, pero la más extendida defiende que, durante el reinado de Carlos III, un día, llegó a Madrid un cargamento de sardinas en mal estado, lo cual debía resultar pestilente. Las autoridades decidieron enterrar el podrido cargamento en la Casa de Campo, y a los ciudadanos que andaban de fiesta en ese momento les resultó muy gracioso acompañar cantando y bailando a los operarios, quienes realizaron su trabajo ante una comitiva danzarina, que disfrutó tanto con el momento, que decidieron repetir la ceremonia año tras año hasta hoy.


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                                                (De María Glück, el 23 de febrero de 2017)


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